Breve Historia de los Inicios del Cine Gastronómico. Parte 1 de 3

Nouvelle Cuicine

“Cuando no se tiene nada qué comer es bueno, al menos, leer libros de cocina”. Honoré de Balzac.

“Cuando no se tiene nada qué comer ni se sabe de cocina es bueno, al menos, ver películas de cocina”. Cecil Bary.

En este artículo estudio  el inicio del cine gastronómico como un género cinematográfico, aunque el criterio de clasificación  empleado pueda ser objeto de controversia. En esta historia reviso un largo período que se inicia con la invención del cine, y luego con el nacimiento del género del cine gastronómico, período  que, en estricto sentido, en su proceso iniciático y de consolidación,  cubre casi cuatro décadas, desde 1973, cuando apareció La Grande Bouffé (La Gran Comilona), el film que, en mi opinión, inauguró  el género de cine gastronómico, hasta el año 2010 cuando, consolidado el género por el aumento sostenido de la producción, se observó  una gran rivalidad entre los productores y directores europeos y estadounidenses.

Durante  el  período estudiado  en este artículo,  reviso con mayor detalle  los años de la eclosión  verdadera del género, que se produjo  entre 1973 y 2010. En esas cuatro décadas se estableció  una fuerte competencia dentro de la industria cinematográfica, que terminó  con la imposición de la supremacía de la cinematografía estadounidense en la producción de películas del género.

La historia del inicio y evolución del género Pero es relativamente larga de contar, atendiendo a sus aspectos tanto cuantitativos como cualitativos, al igual que  los factores responsables que explican  la supremacía  de la industria estadounidense. Algo parecido intenta Santana-González (2017), aunque de una manera más sofisticada. Como sea, resulta una interesante y entretenida  historia, que contaré, a mi manera, en ocho entregas sucesivas.

PARTE I. ÉRASE UNA VEZ…

Leo Huberman (1962), en Los Bienes Terrenales del Hombre, se quejaba de la incongruencia de los libros de historia económica, que ponían a sus personajes a comer sin cancelar la cuenta. En la Edad Media se cortejaba  a elegantes damas y los caballeros feudales participaban en torneos o se alistaban en las Cruzadas para pelear contra los  infieles al grito de   Dieu le veut. Pero, ¿quién pagaba la cuenta de tanto ocio y lujo? En aquellos libros no se hablaba de  los siervos de la gleba esforzándose en los campos de cultivo del feudo,  o del vasallo que servía en las tareas domésticas de las mansiones señoriales, como los responsables de que todo funcionara como en un cuento de hadas con escasas preguntas y muchas sonrisas.

Los personajes simplemente comían. La alimentación era considerada cosa ordinaria,  de la que no se hablaba en público porque lindaba en lo vergonzoso. La comida y los placeres de la mesa, que siempre han existido, era una actividad  exclusiva de la élites y no trascendía del ámbito privado de tales clases poderosas. La pompa de entonces nos la recuerda el film Vatel (Roland Jaffé, 2000, Francia, Reino Unido, Bélgica) sobre la vida de Francois Vatel, un maestro de ceremonias del siglo XVII al servicio del príncipe de Condé. La Revolución Francesa se encargará, al  final del siglo siguiente, de  desmontar el andamiaje feudal, lanzando al desempleo  a los grandes cocineros de las mansiones señoriales,  que se trasladaron  a ciudades como París o Lyon, o se marcharon al exilio, para establecer los primeros restaurantes de lujo. Los ricos no solían comer en la calle a la vista del público, porque reinaba la escasez y el pueblo llano tenía hambre,  y no era conveniente mostrar la abundancia de unos pocos donde reinaba la miseria de muchos. La comida ofrecida y consumida  en la calle era para los pobres, mientras que la comida en los grandes restaurantes era para los ricos.  La comida cotidiana de la clase en ascenso se hacía en privado, en la intimidad del ámbito doméstico, resguardando la unidad familiar y las buenas costumbres.  La otra comida, la extraordinaria, la celebratoria, llena de  rituales y símbolos que mostraban el prestigio o condición social, que marcaba la identidad cultural, reforzando  la cohesión interna y la diferencia del grupo con respecto a  los otros, se hacía algunas veces  en público, con éste como espectador, en los grandes salones,  para que tuviera un carácter de “didáctica” social. Cuando la comida celebratoria era en privado, se convertía en un derroche orgiástico en busca del placer, tal como hacían los nobles griegos y romanos en la Antigüedad, costumbre que luego imitaron los señores feudales.  

La alimentación, la cocina y la gastronomía han sido, desde la Antigüedad,  gestos sociales organizados a partir de criterios mitológicos y simbólicos muy precisos. Por ejemplo, entre los griegos y romanos, la comida servía para nutrirse el cuerpo y el alma.  Desde Baco, el dios griego de la gastronomía, hasta Como, su contraparte latina, el acto de comer en público, o al menos en un ámbito más amplio que lo estrictamente doméstico, tenía una dimensión ritual, relacionada con el culto a los dioses,  y con  una marcada connotación social y simbólica.

Al referirnos al término de orgía, o a  banquete,  bacanal o fiesta dionisíaca en el marco de lo privado, aludimos no sólo a la práctica de un exceso conducente al libertinaje, sino también a una manifestación social cargada de una clara dimensión mística y, a veces, casi  religiosa. Un análisis crítico de películas como “La gran comilona”, de Ferrari, no puede ser hecho con propiedad si se  desconocen algunos de esos aspectos, hasta el punto de que algunos críticos han tildado al film de Ferrari como “antigastronómico”. La comida de celebración se realizaba así en otro escenario superpuesto al cotidiano o creaba un espacio social idóneo para que  la élite se expresara, tal como se muestra en El Banquete, del griego Platón, o en las muchas comedias del latino Plauto.    

Eso no cambia en su esencia durante la Edad  Media europea (omitimos, ex profeso, referirnos al rico mundo de la gastronomía asiática, encabezada por China), sino sólo en la forma. Leopoldo Mozart, padre del genial Wolfgang Amadeus, cuenta en una carta a su esposa, fechada el 1 de febrero de 1764, “que el rey (se trataba de Luis XV) no come nunca en público, excepto el domingo por la noche en que se reúne toda la familia real para cenar”. La mayor parte del tiempo, el rey comía solo,  y la reina aparte,   acompañada de sus damas de compañía. Ese día, conocido como el “grand couvert”, se escenificaba una especie de ceremonia gastronómica. La corte y nobles invitados viajaban a Versalles para ver comer a la familia real. El momento culminante de la noche se producía cuando el rey exhibía su gran habilidad para descabezar un huevo duro con un solo golpe de cuchara. El ujier mayor anunciaba, con gran solemnidad: “Atención, el rey va a comer su huevo” (Barrio-Aguiló 2006).

La comida era, entonces, como una puesta en escena, delimitando las esferas de  comida privada y de comida pública,  y sus respectivas críticas   desde el punto de vista de la sociedad. De esa importante diferencia dieron cuenta los artistas desde los distintos ámbitos de acción. Los griegos y romanos, en su obra dramatúrgica. Los pintores durante la Antigüedad y la Edad Media nos dejaron sus testimonios en los bodegones o naturalezas muertas y en sus retratos de arquetipos sociales. Desde el fastuoso y opulento banquete hasta la  humilde escena de un  comedor de papas. Los arquitectos, o los albañiles, dejaron su huella en las incómodas salas de cocina, situadas fuera de la casa, y en las sucias y altas chimeneas y en los caballetes de hierro donde se colgaban ollas sometidas al fuego. Hasta que el fuego comenzó  a ser domesticado  por la tecnología y a buscar su lugar  preferente en la sala de cocina.  Y los compositores incluyeron a la comida en sus canciones y en sus óperas. Mozart compuso la música, y Lorenzo da Ponte hizo el libreto, del drama giocoso Don Giovanni, o más exactamente Il disoluto punito o sia il don Giovanni, estrenada en Praga el 29 de octubre de 1787,  que se convirtió en la única ópera conocida donde un cantante, Leporello, el sirviente de don Giovanni,  canta con la boca llena de comida. Los literatos, por su parte, dejaron obras maestras en las que se referían al tema de la comida. Así sucedió con Rabelais, en Pantagruel, en 1532, y Gargantúa, en 1534, o con Cervantes, creador de la  novela moderna con Don Quijote, publicado en 1605, en su primera parte, y en 1615, en su segunda parte, una obra llena de referencias ligadas a la alimentación, como el muy citado episodio de las bodas de Camacho.

Pero, ¿qué pasó con el cine, y su relación con ese hecho fundamental que es la alimentación humana, y que “preocupa a la mayoría de la gente durante la mayor parte de su tiempo” (Fernández-Armesto 2004: 11)? El cine en su rol mediático en la cultura de la modernidad no podía permanecer casi indiferente a tal hecho (Lipovetsky & Serroy 2009) y se terminó creando un food  film como subgénero (Keller 2006).

PARTE II. LUMIERE TRAJO LA LUZ…

La comida se coló en el cine desde el mismo nacimiento de éste. Louis Lumiére, químico y empresario industrial, inventó, junto con su hermano Auguste, el cinematógrafo en 1895. Entusiasmado con su invención, realizó pruebas que se exhibieron, a finales de ese año, en el salón Indien del Grand Café, lugar de encuentro de  la intelectualidad parisina. Era la época de la “edad de oro” de la cocina y la gastronomía francesas, y los usos gastronómicos  parisinos se habían convertido en  el modelo a seguir por  el mundo occidental. A finales del siglo XVIII París contaba con más de 300 cafés. Un siglo después, hacia 1895,  se había perdido la cuenta de los cafés, sobrepasando los 2.000. Los restaurantes se habían multiplicado desde que, en 1756, Boulanger abrió en París su Champ d´Oiseaux, el primer restaurante francés con un cierto lujo (Neirinck & Poulain 2001).

El mismo año en que Lumière inventó el cinematógrafo, París tenía 927 restaurantes considerados superiores. ¿Cómo podía Lumière ignorar ese hecho, si inclusive él presentó su producción fílmica, la primera en el mundo, en uno de los grandes cafés parisinos? Allí exhibió, en 1895,  dos muestras relacionnadas con el acto culinario. Una, de 40 segundos,  “El primer desayuno” (“Le déjeuner de bebé”), que registra a su hermano Auguste  desayunando con su mujer y su hijo de poco más de un año. La otra,  “De copas y amigos”, que filma a tres de sus amigos tomando tragos y conversando en un bar.

Después de este comienzo prometedor,  el cine silenció su interés por el hecho alimentario, o por lo menos por la comida como acto social, y solo hubo apariciones fugaces, como en The Big Shallow, de James Williamson, en 1901, en el que una persona amenaza con engullir la pantalla que lo filma (Febrer 2014: 187). O el Acorazado Potemkin, de Serge Eisenstein, en 1925, en el que la tripulación emplea el alimento descompuesto como medio de protesta. Debió esperarse hasta 1925 cuando Charles Chaplin, en el triple rol de escritor,  director y actor principal, filmó La Quimera de Oro para dejar una de las escenas más recordadas en la historia del cine: el vagabundo, interpretado por Chaplin, saboreando, para engañar al hambre, los cordones, el cuero y los clavos de una bota vieja, o a Chaplin haciendo de titiritero, simulando con maestría un baile valiéndose de unas papas ensartadas con tenedores, a modo de piernas.   

Después, la comida  volvió a desaparecer formalmente de la pantalla.  Veíamos en el celuloide algunas escenas donde la gente comía, pero  pocas veces  y descontextualizadas tanto de locación como de argumento.  Como en  las superproducciones de Cecil B. Mille con Los Diez Mandamientos,  en 1923,  y Cleopatra, en 1934.

PARTE III. CUESTIONES DE MÉTODO

La ausencia  de un film que tratara de manera sistemática el hecho alimentario no fue rota sino años después. Al principio con timidez, con “Navidad en Connecticut” (Peter Godfrey, 1945, EE.UU.), en el que Barbara Stanwyck hacía el papel de una columnista gastronómica forzada a preparar una cena para los amigos de su jefe. Y luego, en 1973, con gran fuerza, cuando  se produjo la revelación de “La gran comilona” (La grand bouffée, Marco Ferreri, Francia-Italia), un film que, para nosotros,  inauguró el género del cine gastronómico en la década de 1970. Esta opinión es compartida por  Mérida  & García (2009) y Casetti (2006), pero no  por Parkhurst (2004: 14), que considera que el cine gastronómico apareció a mediados de la década de 1980.

La estructura del edificio  del nuevo género se levantó sobre cuatro producciones fundamentales, aparte  del citado film de Ferreri. Estos fueron,  en orden de aparición: “¿Quién mata a los grandes chefs de Europa?”, de Ted Kotcheff, en 1978; “El festín de Babette”, de Gabriel Axel, en 1987; “Tomates verdes fritos”, de John Avnet, en 1991, y   “Como agua para chocolate”, de Alfonso Arau,  en 1992. A partir de este último film, cada año apareció, al menos,  una buena película perteneciente al  género. Es decir, que a partir de la década de 1990 el género gastronómico se consolidó como planteamiento cinematográfico.

Surgieron, además, de manera paralela, en esa segunda etapa que comienza en la década de 1990, especialistas   y templos magníficos para el nuevo género. Entre ellos, destaca el cinéfilo Pepe Barrena, fundador del CineGourland en Getxo, y que luego  se asoció a Madrid-Fusión, el más importante evento gastronómico de España.  Su idea ha prendido en otras ciudades españolas. En España, donde ha tenido el género un singular desarrollo, como lo tuvo inicialmente en Francia, han surgido tres festivales consagrados al cine gastronómico: el CineGourland, en Getxo, Bilbao; el Film & Cook, en Barcelona, y el Festival de Cine Gastronómico de la Universidad de La Laguna, en las islas Canarias. Ahora, la nueva meca del cine gastronómico es Estados Unidos. Otros festivales de cine como el de Huesca, España, han abierto secciones de cine gastronómico.

Había nacido el “genero”, si, pero,  ¿qué criterios se usaban para definirlo, y cómo se caracterizaba su desarrollo?

Mi objetivo principal en este artículo  es el de establecer criterios válidos para definir al nuevo género, recurriendo a la teoría desarrollada para definir a otros géneros, como el de la novela policial. Con ese fin aplico el método deductivo, y examino la producción de films que considero son “gastronómicos” durante un período representativo, 1973-2010, para observar sus singularidades y comprender su estructura como género, usando el método inductivo.

Rafael Cartay