Hablar
de dulces en los tiempos de la modernidad es casi de mal gusto, y hasta puede
ser una afrenta al pensamiento
“dominante”. El enemigo público número es el azúcar blanca, y ya no se aceptan
tan fácilmente los intragables edulcorante sintéticos. El azúcar morena y la de
panela ya no convence. Y hasta la prodigiosa miel tiene una muy mala prensa. Ha salido un nuevo híbrido de caña de azúcar,
el policane, que nos promete una “nueva azúcar” que podrá ser consumida sin
sentir que estamos cometiendo un pecado
o un atentado contra nuestra salud. Porque así como hay populismos políticos
que hacen promesas que jamás cumplen, hay también populismos alimentarios que
ofrecen adelgazantes mágicos y superalimentos bajo el ropaje de supuestos nutraceúticos
que no son tales, sino que son el resultado de truculentas campañas
publicitarias, contaminando de sospecha
a los verdaderos alimentos nutracéuticos o funcionales. De todo eso la gran
víctima ha sido el sabor dulce, en cualquiera de sus modalidades. Contra los sabores dulces se ha levantado el
dedo del gran censor alimentario. Muchas veces injustamente. Como si eso no
hubiera ocurrido antes. Porque, hasta donde yo sé, el equilibrio corporal se logra combinando
una alimentación saludable y moderada,
con la práctica de un ejercicio
físico regular y un sueño profundo y reparador. No hay más. De tal manera que
caer en la tentación de un dulce de vez en cuando no es una cosa del otro mundo
ni un pecado mortal. Todo porque el sabor dulce nos allana el camino a un
placer que es considerado actualmente pecaminoso. Y que está teñido de una
fuerte connotación afectiva. Nos refugiamos en las comidas dulces cuando nos
sentimos tristes, melancólicos o carentes de afecto. En particular, cuando hemos crecido en el seno de culturas alimentarias que exhiben
con orgullo una larga tradición dulcera, tal
como sucede, en verdad, en casi todos los países del mundo.
Venezuela
no es la excepción. Haga la prueba. Divida el país en regiones. Y compruebe,
por usted mismo, que puede quedarse
estacionado un buen rato en cada región, señalando una larga lista de postres, tortas y
dulces. En Caracas y en otras ciudades
del centro del país, como Valencia, y
las principales ciudades
portuarias establecidas a lo largo de la
costa, la lista sería mucho mayor. En esas ciudades vivía una pequeña élite compuesta por el alto funcionariado colonial, las familias de la aristocracia terrateniente,
los propietarios de plantaciones de cacao y de caña de azúcar, en cuya
producción empleaban mano de obra esclavizada o mestiza sojuzgada. Todos ellos
se aficionaron a la buena comida, y a los dulces que requerían una mayor
elaboración. Ese crecimiento de la dulcería criolla es el resultado de los antojos de las familias de los grandes
cacaos y de comerciantes exportadores-importadores adinerados, de variada procedencia, en su
mayoría extranjeros, que trajeron cocineras
negras principalmente de las islas del Caribe
y que se vincularon con las monjitas de los claustros, que ayudaban
económicamente a su orden vendiendo dulces.
En
la repostería caraqueña encontramos numerosas preparaciones dulces: la torta
bejarana, la torta negra, la torta melosa, la torta borracha, la torta de
queso, la torta de jojoto. Muchas conservas: como las conservas de batata o juan sabroso,
la conserva de la cojita, de ajonjolí,
de burro (con cáscaras de toronja), de chocolate, de cidra, de maní, los coquitos y las distintas conservas de coco (blanca,
aturronada, con papelón, quemada).
Dulces de higo, de cabello de ángel, de lechosa, de piña,
de plátano, de leche cortada, arroz con leche, arroz con coco, de icaco,
bienmesabe, el tequiche de coco. Pancitos como el pan de horno, los cascos de
guayaba, los cascos de parchita, los alfajores, los melindres, las polvorosas,
los alfajores las melcochas, los golfeados,
las papitas de leche, el majarete, el
arroz con leche, el arroz con coco, la jalea de mango, la jalea de guayaba, el quesillo, etc.
Casi
todos estos dulces los encontramos en las otras regiones del país, pero a la
lista se van agregando los dulces particulares a cada región. Por ejemplo, en
el estado Nueva Esparta se le suman el piñonate (con lechosa verde rallada y
melado de papelón), la cuca pargueta
(cuca o catalina con jengibre), el coscorrón o almidoncito (con almidón de
yuca), el dulce de pomalaca o pomagás, el gofio (con harina de maíz cariaco
tostado) y otros.