Tengo
la idea de que en la hallaca se encierra un misterio casi inescrutable. O por
lo menos casi inexplicable. Una madeja de la que es difícil encontrar el hilo
para desenrollarla. Aprender su verdadera historia resulta una tarea casi
detectivesca. Una historia que solo un investigador que desde niño se haya
acostumbrado a armar rompecabezas con numerosas piezas puede descifrarla. Se
requiere minuciosidad en el manejo de las pistas y mucha paciencia. Cómo
entenderla si no se tiene la visión de un mar, como telón de fondo del relato,
con aguas verdeazuladas casi tranquilas,
que balanceaban las naves españolas mientras que de la cubierta del barco surgían
estibadores cargados de sacos y toneles que transportaban a los almacenes del
puerto de la Casa Guipuzcoana. Cómo entenderla sin advertir que allí, a lo lejos, en el horizonte, se
despliega un feraz y suave valle que se
adentra en tierra interiorana. Sin comprender que la hallaca da razón de esos
dos paisajes, y que es una sinfonía de sabores de la que surge, de manera
armoniosa, una síntesis gustativa que, admite, sin embargo, variaciones sin
contradecirse. Una síntesis que se
convirtió, al paso del tiempo, en la
identidad de todo un pueblo de variado origen, opiniones y colores. Que
se fundió en una fecha religiosa sin preguntar por credos ni ideologías
políticas.
Frente
a la hallaca uno debe comportarse con sumo respeto, como suele hacerse frente a
un objeto fácil de degustar y difícil de explicar. Examinar con paciencia la arista de cada
pieza para saber cómo se ajusta en ese todo que se comporta como una unidad, que se resiste a ser disociada. Un todo que,
aunque usted no me lo crea, posee un espíritu que hermana a todos los
venezolanos. Debe abrir con delicadeza el verde y oloroso envoltorio para
adentrarse en los misterios de la masa, del guiso y del adorno, sabiendo que
resulta inútil cualquier esfuerzo por separar los sabores y los olores de esa
unidad que humea ante sus ojos. En esa complicada misión, el aprendiz de
detective debe recurrir a la asistencia del arqueólogo para descifrar el
origen y devenir de esa planta maravillosa que es el maíz,
alimento de dioses y de mortales, que se expresa en símbolos que solo un
acucioso semiólogo puede descifrar. Debe solicitar la ayuda del botánico que clasifica
con rigor las plantas perdidas en el tiempo.
Debe apoyarse en un etnólogo que rehaga los recorridos que hicieron
saberes, ingredientes y técnicas en manos y mentes de anónimos y arriesgados
viajeros. Que surcaron mares y hollaron tierras para venir a parar a esta
tierra de gracia que devino Venezuela. Y seguirá siendo Venezuela, a pesar de los sufrimientos infringidos por
los malos hijos que han tratado de
apagar su luz sin apagarla. El investigador debe auxiliarse en el cronista y en
el historiador que desentrañan las incidencias de las cosas de la vida
cotidiana de la gente, que tiene una
historia aún no bien contada. De agrónomos y zoólogos que relatan las pequeñas
historias de las plantas y los animales. Del filólogo que registra los cambios
y vericuetos del lenguaje para nombrar las cosas. Del musicógrafo que da cuenta de los ritmos y
melodías que van desde los cantos de trabajo hasta la alegría de la gran fiesta
celebratoria de los sentidos, que han
acompañado la sabrosa presencia de la
hallaca. Del poeta que sabe combinar
letras con ritmo para cantarle, a veces con humor, a la deliciosa majestad de
la hallaca. En fin, a las manos milagrosas de las madres que han dado forma con
amor a esa preparación culinaria que se resiste a ser explicada. Porque ese genio misterioso que se encierra en el
corazón de la hallaca, y que se libera al abrirse el envoltorio de sus hojas,
habla, canta, baila, celebra, en tonos
de aguinaldo, gaita, guaracha o merengue, la alegría de vivir, y el espíritu de
la Navidad, del Niño Dios, del pesebre y el arbolito navideños, y toda la casa
se ilumina, la gente baila, toma, ríe y se abraza, mientras que la madre
solícita nos cubre con su amoroso manto protector ofreciéndonos el misterio
inexplicable de la hallaca, y se fortalece la esperanza en el destino de una
patria grande, que acoja a la gente de
buena voluntad y que se sienta parte de esta buena tierra, sin mácula alguna y sin el peso de la conciencia
manchada por haber hecho daño y roto la dignidad del prójimo.