A muchos chefs no les basta con dominar el arte culinario y conducirse de
manera ordenada en una cocina donde todo predispone al caos, si no que ahora se
les ha metido en la cabeza que hay que escribir un libro para alcanzar la
verdadera fama que los eleve a la gloria. Para demostrarnos que no solo están a nuestro servicio moviendo las
ollas en la cocina para darnos de comer, sino que también piensan, y se sienten
urgidos de querer deslastrarse o alejarse de esa mala reputación que gozaban socialmente las cocineras, un oficio humilde
y tenido de poca relevancia en el pasado. Ahora, en consonancia con la
aceptación del oficio culinario como un arte mayor, que es la expresión más
refinada de dos sentidos de gran importancia, como son el olfato y el gusto, y
secundariamente de la vista, buscan
insertar al individuo en el mundo y darle un sentido a sus experiencias
cotidianas de vida. El cocinero, convertido en chef, quiere mostrarse al mundo como lo que es, un verdadero
creador que se expresa también fuera del ámbito de su oficio. El chef es un
cocinero que sale del encierro de la
cocina y se muestra al público en la sala del restaurante. Pero ahora
como figura mediática que se expresa con utensilios e ingredientes, y también
con ideas. Por eso asistimos hoy a una explosión de libros de gastronomía, una
sección editorial muy demandada donde cabe de todo: libros de recetas de cocina
regional, nacional e internacional; libros de recetas por ingredientes, o de
cocina de autor; diccionarios de
cocina, libros de historia de la alimentación, autobiografías de cocineros,
biografías de cocineros, novelas gastronómicas, álbumes de fotografías
gastronómicas. En fin, de todo un poco. Lo único que no hay son libros escritos,
verdaderamente, por cocineros. En esta
época están de moda los libros por encargo, o los
artículos escritos por ghost writers a nombre de famosos cocineros. Hay chefs
famosos que, además de viajar mucho por el planeta y supervisar la marcha de
sus restaurantes regados en distantes y grandes ciudades del mundo, y ganar premios y
gestionar sus reconocimientos profesionales, sacan tiempo de alguna parte de la
despensa de su cocina para publicar casi
un libro por año. O son escritores consumados, o son otros los que escriben sus
libros. Todos los escritores saben que el
oficio de escribir es una tarea solitaria, difícil y demorada. Que cuando se
escribe un libro nos llenamos de excusas para evadir ese encuentro con la
página en blanco. Que llenar esa página de signos, que parecen cagarrutas de
moscas, es una tarea que exige soledad, disposición y gran concentración. Que
las palabras que vencen el anonimato no están organizadas de cualquier manera,
sino que obedecen a una estructura que implica una elaborada coherencia, y
que, además, están atravesadas por una
música interna, un ritmo interior que las articula con una cierta elegancia y
precisión, en un texto que se propone comunicar algo. Lo mismo que el cocinero intenta hacer y
decirnos cuando cocina. Que escribir es una cosa muy seria, que hay que
aguantar la respiración de las palabras para
que salgan sin atropellarse, y que, una por una, vayan acomodándose en un discurso general, que está de moda llamar
“narrativa”. Que después de haber
vencido esos escollos, subir esa montaña de grandes dificultades, y llegar a la
cúspide, donde el aire es más limpio y transparente, uno se pregunta y de qué
exactamente escribo. Cómo le hago. Y uno se levanta de la silla, y se sirve
agua y bebe, y se vuelve a sentar, sintiendo que de nada sirvió haberse
levantado de la mesa. Y se vuelve al
principio. Que el tiempo se le va entre buscar información, organizarla y luego
darle forma, para comenzar a redactarla. Que no siempre el ánimo está dispuesto
y nos ayuda para que nos sentemos a
escribir un capítulo de un tirón. Que se avanza paso a paso, o mejor, párrafo a párrafo, o si las cosas están
saliendo bien, página a página. Que los escritores entran, con frecuencia, en una profunda depresión, en un letargo
prosódico, sin saber bien por qué, que los paraliza y no
pueden escribir nada, ni una línea, a pesar
de que el historiador y naturalista
romano Plinio el Viejo (23-79 d.C) decía que Apeles, el retratista
oficial de Alejandro Magno, no pasaba ningún día sin dibujar algo, o al menos
trazar una línea: “Nulle dies sine
línea”.Y de que, a pesar de todas las dificultades, hay que practicar y
practicar para retener lo aprendido: “Difficile
est tenere que aceperis nisi exerceas”, porque las muchas distracciones y los placeres nos
alejan de la escritura. Por todo eso quiero recordar al muy admirado Anthony
Bourdain (1956-2018), un cocinero que se sintió obligado a expresarse de otra
manera, distinta al oficio culinario donde estuvo tantos años de su vida. Al
retirarse de su puesto de jefe de cocina del restaurante neoyorquino Brasserie
les Halles, comenzó a viajar por el mundo,
mostrando los distintos estilos de cocina y las identidades regionales en sus programas televisivos, y a escribir sus propios libros, empezando
por el extraordinario Confesiones de un Chef, en el 2000, en el que nos enseñó
que lo cocineros tienen “una llamativa tendencia al autosabotaje”. Recordemos uno de sus párrafos: “Cuando
escribí Confesiones de un chef, mi ingenuidad respecto a muchas cosas era
realmente abrumadora (…) En mi vida, en mi mundo, los chefs eran personas
antipáticas y desagradables. Eso era un
dogma de fe para mí. Por eso éramos chefs”.