La Huella de Anthony Bourdain

Anthony Bourdain


A muchos chefs no les basta  con dominar el arte culinario y conducirse de manera ordenada en una cocina donde todo predispone al caos, si no que ahora se les ha metido en la cabeza que hay que escribir un libro para alcanzar la verdadera fama que los eleve a la gloria. Para demostrarnos que  no solo están a nuestro servicio moviendo las ollas en la cocina para darnos de comer, sino que también piensan, y se sienten urgidos de querer  deslastrarse o  alejarse  de esa mala reputación que gozaban  socialmente las cocineras, un oficio humilde y tenido de poca relevancia en el pasado. Ahora, en consonancia con la aceptación del oficio culinario como un arte mayor, que es la expresión más refinada  de  dos sentidos de gran  importancia, como son el olfato y el gusto, y secundariamente de la vista,  buscan insertar al individuo en el mundo y darle un sentido a sus experiencias cotidianas  de vida. El  cocinero, convertido en chef,  quiere mostrarse al mundo como lo que es, un verdadero creador que se expresa también fuera del ámbito de su oficio. El chef es un cocinero que sale del encierro de la  cocina y se muestra al público en la sala del restaurante. Pero ahora como figura mediática que se expresa con utensilios e ingredientes, y también con ideas. Por eso asistimos hoy a una explosión de libros de gastronomía, una sección editorial muy demandada donde cabe de todo: libros de recetas de cocina regional, nacional e internacional; libros de recetas por ingredientes, o de cocina de autor;   diccionarios de cocina, libros de historia de la alimentación, autobiografías de cocineros, biografías de cocineros, novelas gastronómicas, álbumes de fotografías gastronómicas. En fin, de todo un poco. Lo único que no hay son libros escritos, verdaderamente,  por cocineros. En esta época están  de moda los libros por encargo, o los artículos escritos por ghost writers a nombre de famosos cocineros. Hay chefs famosos que, además de viajar mucho por el planeta y supervisar la marcha de sus restaurantes regados en distantes y  grandes ciudades del mundo, y ganar premios y gestionar sus reconocimientos profesionales, sacan tiempo de alguna parte de la despensa de su cocina para publicar  casi un libro por año. O son escritores consumados, o son otros los que escriben sus libros.  Todos los escritores saben que el oficio de escribir es una tarea solitaria, difícil y demorada. Que cuando se escribe un libro nos llenamos de excusas para evadir ese encuentro con la página en blanco. Que llenar esa página de signos, que parecen cagarrutas de moscas, es una tarea que exige soledad, disposición y gran concentración. Que las palabras que vencen el anonimato no están organizadas de cualquier manera, sino que obedecen a una estructura que implica una elaborada coherencia, y que,  además, están atravesadas por una música interna, un ritmo interior que las articula con una cierta elegancia y precisión, en un texto que se propone comunicar algo.  Lo mismo que el cocinero intenta hacer y decirnos cuando cocina. Que escribir es una cosa muy seria, que hay que aguantar la respiración de las palabras para  que salgan sin atropellarse, y que,  una por una, vayan acomodándose en  un discurso general, que está de moda llamar “narrativa”.  Que después de haber vencido esos escollos, subir esa montaña de grandes dificultades, y llegar a la cúspide, donde el aire es más limpio y transparente, uno se pregunta y de qué exactamente escribo. Cómo le hago. Y uno se levanta de la silla, y se sirve agua y bebe, y se vuelve a sentar, sintiendo que de nada sirvió haberse levantado de la mesa.   Y se vuelve al principio. Que el tiempo se le va entre buscar información, organizarla y luego darle forma, para comenzar a redactarla. Que no siempre el ánimo está dispuesto y nos ayuda para que nos sentemos  a escribir un capítulo de un tirón. Que se avanza paso a paso, o mejor,  párrafo a párrafo, o si las cosas están saliendo bien, página a página.  Que  los escritores entran, con frecuencia,  en una profunda depresión, en un letargo prosódico,   sin saber bien por qué, que los paraliza y no pueden escribir nada, ni una línea, a pesar  de que el historiador y naturalista  romano Plinio el Viejo (23-79 d.C) decía que Apeles, el retratista oficial de Alejandro Magno, no pasaba ningún día sin dibujar algo, o al menos trazar una línea:  “Nulle dies sine línea”.Y de que, a pesar de todas las dificultades, hay que practicar y practicar para retener lo aprendido: “Difficile  est tenere que aceperis nisi exerceas”, porque  las muchas distracciones y los placeres nos alejan de la escritura. Por todo eso quiero recordar al muy admirado Anthony Bourdain (1956-2018), un cocinero que se sintió obligado a expresarse de otra manera, distinta al oficio culinario donde estuvo tantos años de su vida. Al retirarse de su puesto de jefe de cocina del restaurante neoyorquino Brasserie les Halles, comenzó a viajar por el mundo,  mostrando los distintos estilos de cocina y las identidades  regionales en sus programas televisivos,   y a escribir sus propios libros, empezando por el extraordinario Confesiones de un Chef, en el 2000, en el que nos enseñó que lo cocineros tienen “una llamativa tendencia al autosabotaje”.   Recordemos uno de sus párrafos: “Cuando escribí Confesiones de un chef, mi ingenuidad respecto a muchas cosas era realmente abrumadora (…) En mi vida, en mi mundo, los chefs eran personas antipáticas  y desagradables. Eso era un dogma de fe para mí. Por eso éramos chefs”.