Notas con Cerveza

 

Cerveza

Hoy, para combatir la melancolía, me compré una cerveza Pils alemana, digo el nombre aunque no tenga intención alguna de hacerle propaganda: Konigsbacher, importada al Ecuador desde Alemania. Lo digo  porque esa cerveza  me hizo sentir bien, como dijo una vez Henry Lawson: “La cerveza te hace sentir bien  como te deberías sentir sin cerveza”. Con esa cerveza  guisé también un pescado, un lenguado,  que me quedo como si yo hubiera sido uno de los mejores cocineros del mundo, a pesar de que cocino de manera autodidacta y  sin receta alguna. Disfruté ese guiso pensando en que si Dios cocinara,  tal vez sonreiría con mi atrevimiento. Y recordé a la poetisa Anne Sexton que una vez dijo que “Dios tiene una voz parda, suave y plena como la cerveza”.

Charles Lawson (1867-1922) tuvo una vida cargada de sufrimientos. Nacido en la campiña australiana, recibió una incompleta y accidentada educación. Por el atraso rural en la región donde vivía y por la pérdida total desde niño de  su sentido de audición, que estuvo como un terco fantasma, haciéndole bullying,  fastidiándolo durante toda su vida. Ese defecto y la incomprensión de la gente que, a veces, se burlaba de él, lo convirtieron en un ser huraño, solitario, de grandes silencios,  que la adversidad, a pesar de su persistente acoso,   no pudo vencer. No fue feliz en sus relaciones amorosas: ambas fueron contaminadas por la violencia conyugal que las hizo, ambas,  terminar en divorcio. Poco a poco fue cayendo en el alcoholismo y debió ser internado en manicomios por  padecer una profunda  depresión que no  le daba paz. De la cárcel, adonde fue llevado varias veces acusado por su segunda esposa por  no pasarle la pensión reglamentaria a sus hijos, y de los psiquiátricos donde entraba a la fuerza, salía con ganas de seguir luchando, escribiendo cada vez con mayor crudeza y precisión. Se diría de él que era un maestro del estilo, considerado casi de manera unánime como uno de los mejores escritores de ficción de Australia.  Soñador, arruinado, en ocasiones indigente, al final terminó viviendo de la ayuda de una viuda anciana con ciertos medios económicos que lo auxilió,  y le dio posada en su Palacio del Café, al norte de Sidney. Si, debería nombrarla, y la nombro: Isabel Byers,  porque en la vida uno se encuentra a veces con personas de bien que nos ayudan a cumplir ese destino para el cual fuimos designados, y deberíamos nombrarlos, agradecidos. Por la paz que la bondadosa Isabel le brindó, Lawson continuó escribiendo. Y al morir fue el primer escritor australiano en recibir un funeral de Estado, y su efigie apareció en tres sellos postales y en el primer billete de diez dólares australiano emitido en Australia, en 1966.  

Me tocan mucho los sufrimientos de Anne Sexton (1928-1974), una poetisa estadounidense de una gran belleza física, al menos lo que yo considero que es belleza, y de unos versos tan delicados que me sorprenden. Veo sus fotografías, siempre sonriente, bella, elegante, con un inseparable cigarrillo en sus labios y con su grácil mano sosteniéndolo, y leo la biografía que de ella hizo una de sus hijas, y siento que Anne no mereció tanto sufrimiento, ni tampoco sus dos hijas, esperando cada vez abrir la puerta de la casa para encontrarse con  su madre muerta. La angustia de sus hijas desde pequeña con los ataques de locura de su madre y sus intentos reiterados de suicidio, hasta que, al fin, se salió con la suya, y partió, muy joven, de cuarenta y seis años, y en plena época de reconocimientos literarios y premios, entre ellos el Pulitzer de literatura,  a reunirse con Dios, ese ser supremo que tiene la voz parda, suave y plena como una cerveza.