Prepárese a oír una andanada de premios y de todo tipo de reconocimientos que no le darán respiro alguno. Es apenas una persona que está en plena madurez: nació en 1971. Y uno no alcanza a comprender de dónde saca tanta fuerza, tanto empuje, tanto ingenio, tanto tiempo para hacer todas las cosas que ha hecho, en apenas veinte años, desde 1998, cuando, después de pasar por las cocinas de los grandes de la cocina vasca y catalana, decidió arriesgarse y hacer vida aparte en su restaurante Mugaritz, en un viejo local de Rentería, en Guipuzcoa, considerado como uno de los mejores restaurantes del mundo, y él como uno de los mayores abanderados de la gran cocina vasca. Que no es cosa simple. Observando a Aduriz, terminó pensando en que se me parece a una suerte de judío en la cocina, que vino al mundo elegido para dictar cátedra y convertir a la cocina en algo que va más allá de esos simples cazos y sartenes que la habitan, y de genuflexiones ante los comensales ricos que van a mostrarse en los salones de los restaurantes de lujo. No. Aduriz es otra cosa. Y me recuerda a los trazos de una vieja biografía que leí sobre el tan querido Antonin Careme, ese portentoso pastelero que, después de enfrentarse de cara con la soledad y la pobreza, se le ocurrió la brillante idea de fusionar la cocina con la arquitectura y el arte. Aduriz va, como Careme, más allá de la simple cocina. Porque los cocineros tienen manos hábiles y rudas, pero no ideas brillantes, ni pierden el tiempo filosofando sobre los modos de ser feliz a través de los olores y los gustos y las texturas, y no planean tampoco reencuentros con la vida a través de los alimentos vivaces que se cuecen en el horno. No. Este tipo es de otra pasta y se evade, para ir más allá de la simple cocina. Y no le falta razón: Mugaritz, su emblema, su símbolo, recuerda en esquera a esos fuertes robles centenarios, que no los dobla el vendaval ni se arredran ante la sequía. Andoni Luis Aduriz es un cocinero que quema su tiempo dentro y fuera de los fogones, aunque uno se imagina que, más que un cocinero, es un genio alquimista poeta de esos de antes que se metió secretamente en la cocina para inventar unos juegos extraños que tratan de descifrar la gestión del conocimiento, la esencia secreta de la innovación y la magia en la dirección de los equipos de trabajo que lo rodean, en la cocina y fuera de ella. Hace todo eso que dicen los periódicos, que parece una exageración, y todavía le queda tiempo y fuerza para dar conferencias nacionales e internacionales, participar en los congresos, ser miembro de asociaciones muy serias, participar en mesas directivas de personas adustas con corbata y asesorar a grupos gastronómicos que sueñan con hacer plata, mientras Aduriz se los vacila haciendo la cocina a su manera, mientras se inventa una vida, me imagino, fuera de la cocina. Y descubre la sensibilidad de las personas creativas y los gestos solidarios de la gente sencilla. Y eso que no me he referido a sus muchos libros que me cortan el aliento, de los muchos que son, a mí, que me la paso inventando libros, y termino, naufragando muchas veces, irremediablemente perdido en los laberínticos pasajes de la palabra escrita, y a veces de la página vacía, mucho antes, pero mucho antes, de que este muchacho genial abriera por primera vez los ojos buscando esa lumbre que baila como un duende en algún fogón de la cocina.