Breve Historia de los Inicios del Cine Gastronómico. Parte 3 de 3


VII. A MANERA DE EJEMPLO: UN MODELO DEL GÉNERO

Un buen modelo del género de cine gastronómico en cuanto a su estructura,  cree que pueda ser Ratatouille, la película estadounidense de dibujos animados, dirigida por Brad Bird, para Pixar,  que fue galardonada con el Oscar de la Academia de Cine. Si usted omite por un momento a la rata Remy, que es la conectora principal  con el público infantil, se encuentra con una película que cubre todas las instancias de un film clasificable como gastronómico.

En esta película hay una implicación profunda con las características del género.  Un ambiente idóneo:  la cocina de un restaurante;  un concepto y lema: “Cualquiera puede cocinar”; una tradición gastronómica representada por el fallecido chef  Gusteau; las rivalidades entre los agentes culinarios (Alfredo Linguine y Skinner, y en otro plano, Alfredo y Colette); unas preparaciones emblemáticas de la cocina regional (entre ellas la que da nombre a la película, la ratatouille, que juega con la composición denominativa en la que aparece la palabra “rata”); una relación  amorosa que comienza con un rechazo y una rivalidad inicial,  y que termina en una desbordante pasión (Alfredo y Colette); la búsqueda del plato estrella (la sopa que debe reproducir Alfredo bajo la presión de Skinner); los cambios de ramo dentro del negocio de restauración y la búsqueda de la rentabilidad (la amenaza de convertir al bistró en un expendio de comida precocida, usufructuando el célebre nombre de Gusteau); el problema de las sucesiones en un negocio familiar de restauración (Gusteau-Alfredo); la formación del cocinero (las lecciones de Remy a Alfredo); la presencia intimidante de Anton Ego,   un juez subjetivo, pero implacable en la apreciación especializada del producto culinario, tal como sucede en las clasificaciones establecidas por la Guía Michelín, creada en 1900 y, por último,  el cocinero jefe o chef Skinner, obsesivo y condicionador, que recuerda a B.F. Skinner, el padre del conductismo. 

Los nombres de la película (Ratatouille, plato guisado de hortalizas de la cocina regional francesa, en particular de  Niza, cuna de la cocina burguesa francesa) y de los personajes no fueron escogidos al azar, sino con toda premeditación: Gusteau (de gusto y agua, en francés), Remy (Rémy Martin, denominación de un famoso brandy o cognac de la región  francesa de Cognac, y Rémy Pascal, el célebre inspector de la guía  Michelin), Skinner (famoso sicólogo estadounidense estudioso del aprendizaje y del condicionamiento operante), Alfredo Linguine (Alfredo, una salsa para pastas, y linguini,  un formato de pasta italiana, aplastada y originaria de la región de la Campania), Colette (nombre femenino común en París y homónimo de una famosa novelista francesa de vasta y popular obra),   Ego (El Yo, el crítico narcisista, ególatra, que sólo considera su punto de vista y lo impone a los demás, como hacen muchos críticos que dictaminan con su veredicto inapelable en un ámbito donde reina la subjetividad, pero en el que la crítica crea estilos o modas, y otorga distinciones que exaltan o destruyen trayectorias,  como hacen Gault o Millau o la organización Michelin). Pascal Rémy (2004), inspector de la guía Michelin escribió un libro, “L´ inspecteur se met a table” (El inspector se sienta a la mesa),  en el que revela  secretos del arbitraje que realizaba, dejando en entredicho la pretendida “objetividad” de la crítica gastronómica, no solo francesa sino mundial.

Otro modelo puede ser la película  Deliciosa Marta, dirigida por Sandra Nettelbeck en 2001, una coproducción de Alemania, Italia, Austria y Suiza. Un excelente film, nominado en 2003 en los premios Goya como Mejor Película Europea, catalogado como una comedia romántica que trasciende lo meramente anecdótico, al emplear a la comida y las habilidades de los cocineros como una eficaz  metáfora conductora de la trama a lo largo de todo el film (López, Mendizábal 2016; Dos Ramos 2013: 87; Torres Pancalvo 2011).

VII. THE END: CONCLUSIONES Y DISCUSIÓN

Al revisar la lista de las 57 películas calificables dentro del género de cine gastronómico, nos damos cuenta de la supremacía de la filmografía estadounidense, en particular desde el año 2000, en el género de cine gastronómico.

De los 29 films correspondientes al período 2001-2010, 14, casi la mitad, procedieron de Estados Unidos. Si consideramos el período completo de 37 años, entre 1973 y 2010, encontramos que, de los 57 filmes producidos, 22 procedieron de Estados Unidos. Un second comer en el género que se convirtió,  luego, en el más  influyente, por encima de los first comers, como Francia.  Surge, entonces, casi de manera forzosa, una pregunta: ¿a qué se debe esa supremacía? ¿Habrá algún factor o elemento que la explique? La pregunta es valedera tomando en cuenta que la gastronomía francesa supera con creces la fama de la gastronomía estadounidense.

Hay dos razones que, creo,  sustentan esa supremacía. Una se relaciona con las características de la industria cinematográfica estadounidense. La otra se vincula con las características de la cocina y la gastronomía de Estados Unidos.

La industria estadounidense del cine es muy poderosa en virtud de los elevados presupuestos invertidos y de la disponibilidad de un extraordinario plantel de directores, libretistas, compositores, fotógrafos y actores de primera línea. Esa industria es sustentada por un enorme aparato publicitario y de comercialización de sus productos que supera en  mucho al existente en otros países. Su producción, que se proyecta en todo el mundo,  deja pálida a la de otros países, salvo quizás a la de la India, voluminosa pero  de un alcance geográfico limitado. Una industria tan poderosa y organizada como la estadounidense está siempre atenta a las tendencias que registra el mercado. Una de esas tendencias apunta a la fusión entre cine y gastronomía. Además, las producciones cinematográficas estadounidenses cuentan con la aceptación del público del mundo occidental, porque combinan el hecho gastronómico con las pasiones humanas.  Ilustraré  este punto con el testimonio de un poeta ruso ya fallecido. Se trata de Joseph Brodsky, premio Nobel de literatura en 1987. Brodsky cuenta que pasó su infancia y su juventud en Leningrado, su ciudad natal, aislada por las incidencias de la Segunda Guerra Mundial. Allí, los únicos contactos con el mundo exterior eran las señales de radio y las películas hollywoodenses, consideradas como botín de guerra. Pero oigamos su voz: “La serie de Tarzán contribuyó más a la desestalinización   que todos los discursos de Krushov en el Vigésimo Congreso del Partido”. Aquel hombre solitario, de larga melena y desnudo, que persigue a una rubia en la selva utilizando lianas como medio de transporte, acompañado por un Sancho Panza en versión chimpancé, fue como un cañonazo que abrió una enorme tronera en los patrones de conducta pública y privada de muchos de los jóvenes rusos de su tiempo, “tan reservados, rígidos, inhibidos y gélidos”. Así de penetrante y revolucionario es ese arte cinematográfico que vive de contar historias (Brodsky 2000).

 La otra razón, más directa y determinante, se relaciona con las características de la cocina estadounidense. Todos las opiniones  de especialistas señalan que esa gran nación capitalista carece de una gran cocina. El poeta mexicano Octavio Paz, premio Nobel de literatura, lo expresó en su ensayo La Mesa y el Lecho, escrito en 1971, de una manera breve e inmejorable: “La cocina norteamericana tradicional es una cocina sin misterios, alimentos simples, nutritivos y poco condimentados…El placer es una noción (sensación) ausente de la cocina yanqui tradicional”. Para Paz,  la cocina estadounidense es modesta e insulsa, en especial si se compara con la maravillosa cocina mexicana, caracterizada por el barroquismo, la sensualidad, la exuberancia y la mezcla atrevida de sabores, colores y olores (Paz 1979).

Esa  poca relevancia de la cocina tradicional de EE.UU. es el resultado del desdén que mostró, y aún muestra,  la opulenta sociedad capitalista comercial e industrial  por su población originaria. Los indígenas, y su cultura, y su cocina, fueron menospreciados por los pioneros, cuando se produjo la violenta colonización de tierras y la extensión del ferrocarril  (el símbolo del progreso) hacia el legendario lejano Oeste, el Far West, que despojó a las distintas etnias de su cordón umbilical con la naturaleza, enmudeciendo sus tradiciones y dejando sin base material a sus comunidades. Luego, cuando llegaron los negros africanos a trabajar en las plantaciones de algodón  del Sur fueron sometidos a un régimen de forzada y brutal esclavitud, que los mantuvo segregados hasta mediados del siglo XX, negándoles sus derechos civiles más elementales. Esa suerte de menosprecio hacia la cultura afroamericana emergente tocó su cocina, y la segregó al ámbito de los barrios pobres de la periferia urbana, como Queens en Nueva York,  y a los centros poblacionales con mayoría negra, como Nueva Orleans, donde la cultura afroestadounidense se mantuvo vigorosa y creativa, como lo evidencian la riqueza de la cocina creole,  el soul y el jazz. Lo que correspondió a una  negación cultural en la gran urbe norteamericana, se convirtió en una afirmación identitaria en América Latina y el Caribe, donde se  logró mezclar  los aportes culinarios de los diversos actores sociales para delinear una cocina del mestizaje: singular, creativa, variopinta, vigorosa y suculenta. Cuando se habla de una cocina estadounidense modesta e insulsa, se hace referencia a  una cocina que no logró integrar sus partes con armonía y justicia. De una cocina que se negó a sí misma, que negó su esencia y se quedó con el artificio, con lo inauténtico, convirtiéndose, según Paz, en “ostentosa y trapacera”. Esa cocina austera podría ser una huella lejana de la poca sensualidad  encarnada por el protestantismo,  al que hizo referencia  Max Weber.

La fuerte industria cinematográfica, en el campo del género de cine gastronómico, carece, pues, de una historia que contar con orgullo. ¿Será verdad esa afirmación?

Estados Unidos carece de una cocina tradicional vigorosa, por sus deslealtades con su propia historia. En el mestizaje culinario latinoamericano se fundieron, aunque con dificultad, sus partes (A,B,C,D), para crear la síntesis maravillosa del mestizaje (M), donde M = A + B + C + D. En Estados Unidos, en cambio,   el mestizaje o melting-pot fue inconcluso, inacabado, donde  A + B + C + D  seguía siendo, por separado, A + B+ C +D. Las partes no se fundieron en un todo, permaneciendo como compartimientos estancos, conformando una suerte de ghettos voluntarios durante mucho tiempo (Cartay 1991, II: 365).

Ese mestizaje culinario, que debió haberse producido y no se produjo,  fue sustituido por una mezcla forzada de aportes culinarios de los distintos grupos inmigratorios, porque Estados Unidos es un país de inmigrantes, y su cocina es una suerte de patchwork culinario.

Entre 1820 y 1920, un siglo apenas, Estados Unidos recibió 36 millones de inmigrantes. Fernand Braudel (1976) nos enseñó que una persona no se desplaza inocentemente: viaja con una maleta donde porta sus enseres personales, su patrimonio material,  y lleva, además, otra valija con una carga cultural, con trozos de cultura que le dan sentido a su vida. Allí, en esa maleta inmaterial, viajan los sueños, los amores, la memoria gustativa personal, lo que conforma con el paso de los años ese extraño sentimiento que llamamos  nostalgia. Adonde uno vaya, y cuando y donde el viaje acaba, uno termina por reproducir su cultura, y en especial su cocina, que es su marca identitaria más definida y duradera. Como dijera Paz, la cocina es la manera más segura de aproximarse a la cultura de un pueblo.

Lo que uno llama cocina estadounidense actual no es más que un amplio espectro de cocinas de grupos de inmigrantes, que EE.UU hizo suyo, apropiándoselo y reinterpretándolo, recreándolo,  para luego exportarlo como cosa suya, en el proceso de globalización de la cultura, y del paladar (Urroz 2008: 30). La mayoría de sus inmigrantes, reagrupados en comunidades étnicas, formaron barrios y hasta pequeñas ciudades en el vientre del gran centro urbano. Son los barrios negros de Nueva York y de Atlanta, las Chinatowns, las Little Italy,   la pequeña Habana de Miami, los barrios  portorriqueños o salvadoreños, las congregaciones de haitianos,  de japoneses o de irlandeses, las extensas comunidades mexicanas en su territorio, o las ciudades pintorescas como Nueva Orleans, Chicago o San Francisco. El aporte culinario de los grupos de inmigrantes se convirtió en un exponente de su cocina, tras ser apropiado y reinventado, con mucha libertad, tal  como sucedió con algunos platos: el chop suey, el sushi convertido en roll californiano, el sándwich inglés, la hamburguesa y el hot dog alemanes, el pretzel judío, el slopy joe,  el chili con carne, el chili Cincinnati,  la fajita y la tostada de la cocina tex mex, la pizza y el macaroni & cheese italianos, la doughnut o dona, la sopa de cebolla  francesa, el croissant austríaco, la apple pie,  el chancho a la manera cubana, la arepa rellena venezolana  y muchos otros platos de inmigrantes, y hasta bebidas reconvertidas como la cerveza alemana que fue aligerada en su contenido alcohólico, o el whisky que convirtieron en Bourbon,  o  el Vino Mariani, en base a la hoja de coca (Erythroxylum coca),  que el químico Pemberton descubrió en Italia durante su luna de miel a finales del siglo XIX y que  convirtió, con  la adición   de otro estimulante,  la cola (Cola nítida), en la famosísima  Coca Cola. O la Pepsi-Cola o el té helado. La gente de la gran nación debía comer, como es lógico, y teniendo un elevadísimo  poder adquisitivo para hacerlo,  se apropió de los platos emblemáticos de sus inmigrantes, para convertirse en una suerte de vanguardia culinaria del mundo.  Estados Unidos carece de una cocina tradicional, pero en su gastronomía encontramos, sin embargo, la representación simbólica  de las  cocinas tradicionales de los grupos inmigratorios que constituyeron al  multifacético pueblo estadounidense de hoy. 

En síntesis, en ese inmenso país convergieron, y convergen,  muchas historias de la cultura, muchas historias  desde y en torno a la cocina  de los diversos grupos de inmigrantes llegados a Estados Unidos.  Son  grandes historias  que deben ser contadas y de las que su poderosa y talentosa industria cinematográfica se está encargando de hacer posible. Y lo hace,   a través de una narrativa diversa que,  expresa de una  manera creativa  el  maridaje del cine con los regímenes alimentarios de sus  distintas corrientes migratorias y de sus diversos componentes sociales.  

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