Desde hace unos treinta años cargo una obsesión con los mercados públicos. Una de las cosas que siempre hago al nomás llegar a una ciudad es visitar sus mercados, lo que equivale a asistir a una clase multidisciplinaria, donde sobresalen los conocimientos de etnobotánica, etnozoología, socioantropología de la alimentación y, quién lo duda, de buena gastronomía popular a precios económicos, a la manera del gratamente recordado Anthony Bourdain. Esos mercados son como un aula abierta donde uno recibe clases gratuitas de sociología: allí uno puede empezar a comprender los comportamientos de los residentes locales, tan distintos de los turistas armados con sus celulares y cámaras fotográficas, que intentan vanamente atrapar lo que está debajo de la piel de las cosas que ven.
Una de las escenas más memorables de mi colección sentimental de mercados populares es aquella que viví en Tokio hace casi unos veinte años. Porque no es poca cosa levantarse a las 4 de la mañana en una ciudad tan activa como Tokio, y verla adormilada a esa hora silenciosa y con las calles casi vacías, para tener el privilegio de ser una de las 150 personas autorizadas para ingresar ese día, gracias a la mediación de la embajada venezolana, al mercado de Tsujiki. Y participar extasiado en el ritual de la subasta de salmón, en la que la gente no se habla sino que se comunica con miradas, movimientos de cabeza, gestos rápidos y cortantes y con susurros sibilantes, y oír como se va levantando una suerte de oración grave y profunda que no cesa de apoderarse de los altos galpones, mientras son adjudicadas, al mejor postor, las piezas de salmón o los salmones enteros que los potenciales compradores han sometido previamente a escrutinio con un arpón metálico. Una misa en la catedral de los alimentos llegados de todos los mares del mundo, con el fondo coral de los comerciantes y restauranteros ávidos de su preciada presa.
O pasarme toda una mañana en el mercado de La Boquería en Barcelona, maravillado de la arquitectura del recinto, de la grande y amplia galería, que era un claustro de un solo piso con grandes arcadas. Paseo, entre frutas y pescados, escapados de los lienzos de bodegones, tratando de reconstruir el claustro del antiguo convento de San José, erigido en 1586, y ocupado por miembros de la orden de los Carmelitas Descalzos. Y casi no puedo concentrarme, asaltado por los olores y colores que salen a mi encuentro desde los puestos de venta para instruirme sobre el orden y diversidad de los alimentos terrestres y marinos, y yo, vuelto de nuevo al mercado, me debato dialogando conmigo mismo en esas distracciones que depara la gastronomía, sin saber por cuál jamón o queso decidirme o cuál plato degustar en ese mediodía, confundido entre tantas delicias que siempre saben a gloria.
O internarnos en la mañana de los domingos en las calles estrechas del mercadito de la rue Mouffetard, del Quartier Latin de París, para sentarnos en una mesita a degustar de un plato de escargots a la bourguignonne, con un buen pain y una caraffe de vin de la maison, tal como lo hizo Ernest Hemingway en su tiempo, en la década de 1920, y que pintó con maestría en su novela “Paris era una fiesta”. Desde la Université I-Pantheon-Sorbonne donde yo estudiaba, uno solo tenía que meterse en unas callecitas que bajaban suavemente desde la Montaigne Sainte-Genevieve para dar de golpe en ese barrio pintoresco y alegre que tantos buenos recuerdos dejó en mi vida. Caminar por sus calles, tropezando con artesanos y cantantes de calle, llegar hasta la plaza Contrescarpe, y luego hasta el pequeño mercado de la plaza Saint-Médard constituye un recuerdo gratísimo, que está asociado a mi temprana madurez angustiada e irreverente.
Pero no. Esos eran otros mercados, más ordenados y refinados, y con menos algarabía y confusión y desorden que los dos mercados amazónicos que luego, con el paso del tiempo, se quedaron atrapados en mi memoria.
Uno es el mercado de Belén, en la ciudad de Iquitos, la mayor ciudad amazónica peruana, en la que viví casi siete meses, como un consuetudinario lector en la Biblioteca Amazónica, situada en el malecón de la ciudad, con vista al río, y que empieza a recobrar su alegría cuando se oculta el sol, y ya la ciudad es otra. Es un Iquitos atrevido y sensual ese que ahora despierta en medio de la noche. Rastros de esa ciudad anhelante se encuentran en el pasaje Paquito del mercado, bullicioso, oscuro y serpentante callejón, hediondo a carne frita y a tabaco, que termina en improvisados palafitos montados sobre la orilla del río, donde las prostitutas pintarrajeadas ofrecen su servicio rápido y de bajo costo sobre canoas que se mueven perzosamente. En ese mercado alucinante uno puede encontrar las frutas más extrañas que imaginarse pueda, la mayor diversidad de drupas de palmeras y los licores más sorprendentes que prometen atraer y “esclavizar” de amor a la mujer de nuestros sueños, o que ofrecen paraísos afrodisíacos con perfumes y pociones mágicas que envuelven sin remedio a los espíritus insaciables. Allí, en ese caótico y antihigiénico, pero querido mercado, parido por el exuberante vientre de la Amazonía peruana, encontré una muestra selecta de la enorme biodiversidad que encierra la selva, de las muchas plantas y animales del monte, capaces de satisfacer todos los apetitos y de calmar todas las dolencias. Y uno se mueve por los pasillos repletos de frutas, drupas e innumerables pescados de río, de todos los tamaños y formas, y de larvas de insectos grasosos que se fríen ensartadas en pinchos de madera. Y yo asistía cada vez que podía, extasiado, a esa locura de los sentidos alborotados, como si fuera un aventajado alumno en una clase de ecología dictada por un hippie con el cuerpo tatuado.
El otro mercado, más grande e impresionante, caótico también, pero menos desordenado, es el de Ver-o-Peso, en la ciudad de Belem do Pará, la ciudad más grande de la Amazonía brasileña, y de toda la cuenca amazónica. Es un mercado gigantesco, con 26.000 m2, atiborrado de gente, de cosas, de mesas, de gritos y de risas, donde uno no sabe muy bien si es un mercado interminable o es un gran circo, o quizás un monumental tinglado de teatro donde se representa la obra del mestizaje latinoamericano, con sus actores indígenas, negros, mestizos y caboclos, los colonos blancos, hermanados por los productos de una naturaleza megabiodiversa. Su extraño y asombroso nombre le viene desde sus orígenes, cuando allí funcionaba la casa do haver-o- Peso, una estación de pesaje y de recaudación de impuestos sobre los productos forestales y los productos importados. Por allí también entraban las mercaderías que venían de la selva al estado de Pará, del cual Belem es capital: los innumerables pescados de agua dulce, la mandioca o cassava, la castanha, el portentoso asaí, el buriti , la pupunha, el taperibá, el arazá d´agua, la dulce ananá, el mamao, el cacao, el copoassú, el jambú, el urucú. Todo llegaba conducido por el ancho río que corre a su costado. Lo que uno ve, y lo fascinante de ese mercado, es que todo eso que desordenadamente muestra, está contenido, como una joya preciada, entre grandes estructuras de hierro importadas de Inglaterra y enormes torres levantadas en el romántico estilo art noveau, que le fueron agregadas en 1899. En la parte de adentro se disponen los vendedores de pescado y de carnes. En la de afuera, en un gran rebulicio, se agolpan mezclándose las frutas y los vendedores de zumos, las hierbas aromáticas, junto con las mercaderías de ropa y zapatos, o mejor dicho, de chancletas de todas las formas y colores, que es el calzado de la gente urbana de la Amazonía.