Hay
dos personajes a los que me gusta mucho leer: Groucho Marx y Julio Camba. Esos
dos escritores de carrera corta, no por lo poco que escribieron, sino porque
eran como los caballos buenos solo para correr cortas distancias. Uno,
Groucho, que se movía entre el cine y
las relaciones sociales, destacándose por sus citas que iban de la ironía al
humor inteligente. El otro, era Camba, que escribía solo para ganarse la vida,
y no por gusto, alojado en hoteles, como
el Palace, donde pasó los últimos 13 años de su vida. Camba dijo dos frases
memorables. Una sobre el mar: “Agua, agua salada que no sirve para beber: he
aquí el mar”. La otra se relaciona con el ajo: “La cocina española está llena
de ajo y de preocupaciones religiosas”. Una frase que se metió en la historia
de la cocina española y allí se quedó, para caracterizarla”. Y es verdad, la cocina tradicional española
está llena de ajo. Por eso me gusta tanto. Los camarones al ajillo o la sopa de
ajo son dos de mis platos preferidos. Esa afición por el ajo nos la legaron a
los latinoamericanos desde la época colonial. Los viajeros europeos que
viajaban a la Caracas o la Bogotá del siglo XIX se quejaban continuamente de
que la comida rebosaba ajo, lo que les disgustaba y lo consideraban una
antítesis de la verdadera gastronomía, que entonces estabavigorizador más
renombrado representada por la cocina
francesa.
El
ajo, sin embargo, a pesar de su penetrante olor y los desagrados que provocaba,
tenía sus virtudes. La mayor era su fama como afrodisíaco, que le venía desde
la antigüedad y desde muchas culturas. Era ponderado como el afrodisíaco más
viejo de la humanidad, usado desde el siglo V a.C. Según el Talmud el ajo tiene
cinco propiedades principales: sacia, calienta el cuerpo, aumenta el semen,
mata los parásitos intestinales y protege contra la peste. En la Edad Media, e
incluso desde antes, el ajo se utilizaba como ingrediente en numerosas recetas secretas de filtros
amorosos, con el propósito de volver a
las mujeres más fogosas en el amor y a los hombres más vigorosos. El historiado
griego Herodoto, que viajó por Egipto durante el siglo V a.C., señaló que el ajo era el vigorizador más apreciado por los
sacerdotes-médicos del dios Horus. Desde entonces, el ajo tenía los usos más diversos. En los papiros de Ebers, una suerte
de libro médico egipcio con más de 3.500 años de antigüedad, descubierto apenas
en 1872, se recomienda al ajo para curar más de veinte afecciones del cuerpo.
Se prescribía para sanar las mordeduras de serpiente y las picaduras de
escorpión, calmar las picaduras de insectos, curar los males del tracto
respiratorio, sanar las lesiones cutáneas, prevenir las epidemias, aliviar las
inflamaciones, desinfectar las heridas de guerra aumentar el semen, neutralizar
los venenos y la rabia, curar la hidrofobia, sanar la tuberculosis y las
hemorroides. Lo recomendaban los médicos más sabios y hasta los charlatanes.
Los sabios más ilustres le rindieron culto. Aristóteles lo recomendaba como
laxante y para curar la hidrofobia. Hipócrates le atribuía propiedades
sudoríficas, laxantes y diuréticas, y para curar la lepra y el cólera.
Aristófanes lo mencionaba en sus obras como un efectivo afrodisíaco. Paracellso
lo recomendaba contra la peste: “Allium
pestis medicina, allium peste non inficitur”. Pero con todo, el mejor
propagandista del ajo fue el médico griego Pedanius Discórides, el
anazarbeo “romano” (porque se desempeñó
como médico de las legiones de Nerón) , que vivió en el siglo I d.C. Su tratado
, Materia médica, del año 60, está
compuesto de seis volúmenes, que se
convirtieron, según el sabio botánico español Pío Font-Quer, en una referencia
obligada durante más de 1.500 años. Uno puede pensar que todo esa farmacopea
pertenece a un remoto pasado. Pero no es así.
Los soldados rusos que
combatieron en la II Guerra Mundial (1939-1945) cargaban dientes de ajo en sus
mochilas, que frotaban en sus heridas para evitar la infección. Ahora se ha
avanzado mucho más en el conocimiento sobre las propiedades del ajo, como un
poderoso hipocolesterolemiante, que reduce las elevadas tasas de colesterol y
de triglicéridos en la sangre, con efectos positivos sobre la arteriosclerosis
y la hipertensión arterial. E inclusive
su consumo presta una ayuda inesperada para los fumadores. Meyer descubrió en
1935 que el ajo ayuda contra las intoxicaciones producidas por el tabaco. Este
investigador aseguraba que comer ajos crudos troceados contrarresta los efectos
de la nicotina sobre los vasos
sanguíneos, las alteraciones cardíacas y las perturbaciones digestivas. Los
médicos de Inglaterra y Japón se recomienda el ajo para reducir la
tendencia a la coagulación de la sangre
que suelen padecer los ancianos, y que les produce embolias e infartos de
miocardio. Y hasta los ayuda a respirar mejor, y se cansan menos al caminar,
porque la sangre es más fluida.