Me vinculé al cacao de manera directa desde los años 80. Todo vino por el acercamiento al mundo de la cocina y la gastronomía venezolana, en el que estoy metido desde que comencé mi larga carrera de docente universitario e investigador.
En
ese tiempo, y dentro de esa ruta, que ha
sido muy placentera para mí, me fue encomendado un largo estudio por el
fenecido CONICIT a finales de la década de 1990. Entonces, Venezuela intentaba,
casi inútilmente, recuperar el prestigio perdido como productor de cacao fino o
de aroma, y se me solicitó que estudiara las maneras de cómo aumentar la cuota
de participación de los cacaos venezolanos en los mercados más exigentes del
mundo, que eran los grandes chocolateros de Europa, es decir, los franceses,
los belgas y los italianos.
Durante
seis meses estuve de un país al otro, entrevistándome con los maestros de la
chocolatería europea. De esa investigación salieron cuatro libros, que nunca
fueron editados: eran los tiempos de la transición de la cuarta a la quinta
republicana, una época aciaga para el futuro del sector cacaotero, de la cual
todavía no ha podido recuperarse, en medio de la desesperanza de los técnicos
en el campo y en el laboratorio.
Se
ha avanzado poco, pero a pesar de las
demoras en el camino se han producido en
los últimos veinte años dos cosas muy importantes.
La
primera es que se desarrollaron algunos
grandes emprendimientos industriales en la materia, con grandes inversiones de
capital y de talento, que todos conocemos pero que no menciono para no herir
susceptibilidades. Eso evidencia una primera debilidad: la rivalidad,
manifiesta explícitamente o no, entre
los grandes industriales que deberían unir sus esfuerzos para impulsar nuestro
desarrollo chocolatero a escala mundial.
La
segunda es la eclosión maravillosa de muchos pequeños emprendimientos en la
producción de chocolates que logran mejorar su producto día a día, porque las coberturas para sus chocolates le
vienen de aquellos grandes industriales que aún no se ponen de acuerdo. Se
trata de jóvenes pasteleros, chocolateros, cocineros, amas de casa, que se han
venido convirtiendo en artesanos del chocolate con una característica que los hermana e identifica:
su pasión por el chocolate. Y todo a pesar de las grandes dificultades que
viven cada día para conseguir su materia prima, en un país sumido en una profunda crisis que ya va para
largo.
Detrás de esos emprendedores uno descubre la entrega casi mística de personas
que aman las excelencias de nuestro
cacao criollo, y que se han
dedicado a sembrar su pasión por el chocolate como si uno sembrara una planta
de cacao. Algunos de ellos son mis amigos, a los que admiro por su noble espíritu
de dedicación a la causa del cacao y del chocolate.
Tengo
la certeza de que ellos saben que esa
pequeña revolución doméstica y democrática que se está dando en torno al chocolate en varios lugares de Venezuela, como en Caracas, Miranda,
Aragua, Carabobo, Lara, Sucre, Táchira y Mérida, no habría tenido lugar sin su
concurso.
DE
LA COMPARACIÓN Y DE LA COOPERACIÓN NACE LA CALIDAD.
El
cacao ha estado presente en la historia económica de Venezuela por más de
cuatrocientos años, cuando desde finales del siglo XVI el cacao se convirtió en
uno de los rubros más importantes de
nuestro comercio exterior.
Durante
unos 250 años, entre altibajos, el cacao
fue nuestro principal producto de exportación, que le dio renombre al país,
junto con la gloriosa y dura lucha por la independencia.
En
el cacao se conjugaron dos historias paralelas que le dieron lustre a nuestra
nacionalidad: de un lado, los hacendados, los grandes cacaos, que se convirtieron en los líderes de la
independencia política, la fundamental, la que nos convirtió en una nación
soberana, a pesar de que otros políticos prostituyeran más tarde esa soberanía.
Del otro lado, el cacao se convirtió, por la excelencia del cacao de Chuao, en
la carta de presentación, de más alta calidad a escala planetaria, para un país agropecuario que se estaba
tornando petrolero, alejándose de las tradiciones del campo.
Los
venezolanos, al menos los que vivían en las tierras bajas del país, mayormente
en las zonas costeras donde prosperaba el cultivo cacaotero, éramos productores
de cacao criollo de manera exclusiva, hasta que en 1825 comenzó la introducción
de nuevos cacaos tipos forastero y trinitario, buscando un mayor rendimiento y
resistencia a las enfermedades en las plantaciones. Proceso que fue continuado
después, en los años de 1960, por los técnicos del FONAIAP. Y Chuao, nuestra
plantación modelo, que nos dio justa fama e calidad en el mundo chocolatero
europeo, terminó por convertirse en una pequeña zona productiva donde prevalece
un mosaico casi irreconocible de tipos y variedades de cacao.
Paralelamente
se comenzó a desarrollar otro esfuerzo en dirección contraria: recuperar los
grandes cacos criollos, depurando nuestras plantaciones. Ese esfuerzo, un gran
esfuerzo de la familia Franceschi, por recuperar aquellos cacaos criollos,
restituyendo la plantación a su ecosistema productivo, sembrándolo bajo la
sombra de grandes árboles y dándole el
tratamiento de una adecuada fermentación y beneficio húmedo, se empezó a dar en
tierras de Sucre con resultados que ahora están dando sus frutos.
Antes
de viajar a Europa para realizar la investigación a la que me había
comprometido, estuve muchas veces en Aragua, donde brilla Chuao; en Miranda, la
inolvidable tierra barloventeña, y en
varias zonas productoras de Sucre y Mérida, recogiendo información y muestras de
distintos tipos de cacao y con distintos grados de fermentación. Visité centros
de investigación y hablé con investigadores y productores venezolanos. Leí
libros sobre la agronomía, la economía y la historia del cacao, para ser lo más
convincente posible cuando hablara con los grandes maestros del chocolate
europeo.
Todo
eso resultó, allá, en Europa, inútil. Cada vez que intentaba hablar a favor
del cacao venezolano e introducirlo, esos grandes chocolateros me decían
siempre lo mismo: que ese chocolate venezolano era incomparable. Y me invitaban a visitar sus fábricas, a
probar sus chocolates y a enseñarme las complejidades y excelsitudes de su
oficio, que ellos cumplían con una dedicación y amor por su producto que yo
nunca había visto antes. Y que solo tienen los cultivadores de uvas y
productores de vinos.
El
oficio de chocolatero en Europa raya en
el arte y se transmite de una generación a la otra. Es un oficio que los llena de orgullo y les da
un sentido glorioso a sus vidas. Uno de esos artesanos chocolateros fue mucho más allá, y me invitó a acompañarle
un fin de semana para visitar unos pequeños viñedos, donde encontré la misma
pasión por la materia prima y por el producto. Entendí, entonces, de dónde venía
la calidad, como si fuera el resumen, inexplicable en palabras, de un compromiso ancestral y de una pasión
milagrosa que encontraba en el hacer artesanal, tanto del chocolatero como del viticultor, un
sentido esencial. El dueño del viñedo me dijo que metiera las manos en la
tierra, y la acariciara, y la oliera, como si fuera un acto de amor. Y, a fe
mía, que lo era. Ellos, sin embargo, probaban cortésmente las muestras del
cacao venezolano, de distinta procedencia y tratamientos que yo llevaba,
distinguiendo con maestría matices de olores y sabores que yo desconocía,
atemorizado de que descubrieran la ilegitimidad de mis muestras. Pero no: para
ellos no había en ninguna parte cacaos tan singulares y excelsos como esos que yo les mostraba.
No
cumplí mi misión de hacerles conocer la excelencia del cacao venezolano. Ya
ellos la conocían mejor que yo. La habían probado. Los cacaos que yo les llevaba les sabían a gloria, no sólo a ellos, sino a sus
degustadores. Y eso ya se sabía en
Europa desde el siglo XVIII. A todos los
chocolateros les brillaban los ojos como si yo estuviera mostrándoles unas pepitas
de oro. Y me dijeron que no les interesaba ese cacao venezolano, que amaban y
que era una tentación para ellos, pero que su prestigio, logrado con tanto esfuerzo, se debía a la excelencia de un producto de
tradición, que era su orgullo, que ellos podían obtener con otros buenos
cacaos, de un aroma inferior al
venezolano, pero de los que tenían una oferta regular, sería, honesta y
responsable.
Ahora
he comprendido que esa excelencia del cacao venezolano es producto del esfuerzo
combinado de una buena variedad de cacao, de una buena tierra, de un buen
clima, de una buena siembra, de una buena fermentación, de un buen beneficio, y
de una pasión. Y de otros elementos más,
insustituibles, que logré comprender muchos años más tarde, cuando la vida me
llevó a otras tierras y asumí nuevos compromisos de investigación.
Ahora
vivo en el Ecuador, en una población
cercana a la región de grandes
plantaciones de cacao. Ecuador es el séptimo productor de cacao a nivel
mundial, y el primero de cacao fino o de aroma del mundo. Y están logrando
producir cada vez más, alejándose del cacao
Arriba, de bajo rendimiento, de 400 a 600 kg por ha al año, que le dio justa fama en los tiempos de la
colonia, compitiendo con nuestro Chuao en los mercados de México y de España,
para sembrar masivamente el híbrido CCN51, de mayor rendimiento, de 2.000 a
3.000 kg por hectárea, más precoz y de mayor resistencia a las plagas como la
Escoba de Bruja y la Monilla. Es una historia que ya conozco y de cuyos
pormenores no quiero acordarme, parodiando a Cervantes.
Antes
del Ecuador, estuve viviendo en el Perú, perdido en la Amazonía peruana, y
específicamente en la hermosa y legendaria ciudad de Iquitos, una isla de verde
a la que sólo se ingresa por vía fluvial o aérea. Seis meses estuve metido, o
en la ciudad revisando bibliotecas y hablando con investigadores de todo el
espectro de la ciencia, o en la selva, hablando con indígenas en las
comunidades nativas indígenas nativas, que tenían saberes ancestrales y
cosmogonías que te dejaban mudo. Allí, lejos del cacao, escribiendo un libro
sobre los regímenes alimentarios amazónicos, aprendí a conocer más sobre el cacao,
más de lo que yo hubiera imaginado.
Un
indígena amazónico, no el transculturizado y asimilado, que perdió su
identidad, absorbido completamente por la economía de mercado, sabe que él
forma parte de un todo, que lo hermana con los ríos, el bosque, con los
animales de la selva, que los animales tienen dueños y que las plantas tienen
alma, que su vida está regida por una economía del don y del intercambio, que
excluye la acumulación de bienes y que su vida, como parte de un entorno
natural y cultural, está indisolublemente ligada a la sobrevivencia de la
naturaleza. Y que no se está junto a la naturaleza, sino dentro de ella,
formando parte de un inmenso bioma, donde ellos entretejen simbólicamente los hilos de su propia sociedad, y el entramado
de su propia cultura, tan distinta a la nuestra.
Allí,
en la Amazonía peruana, entendí que había dos elementos que yo había obviado en
mi explicación sobre el cacao. Y que entendí leyendo una biografía de Steve Jobs, que me había llevado para leer durante
los largos viajes en los pequepeques, esas ruidosas embarcaciones de motor tan
frecuentes en los ríos amazónicos. Jobs dijo una vez que la creatividad es
saber relacionar las cosas. Ahora sé, por relación, dos cosas más, aprendidas
en la selva.
La
primera cosa que aprendí es que no es lo
mismo una planta de ciclo corto, anual o bianual, como la yuca, el maíz o el
plátano, que el comportamiento de un cultivo semipermanente, de larga vida,
incluso que llega a exceder con creces la vida humana, como es el cacao, el
café, la vid o el olivo. En ellos se aplican unos conocimientos que se
transmiten de generación en generación, y la planta se entreteje como una
enredadera en la vida de una sociedad y de su cultura, que no puede ser
comprendida si no dentro de ella. Esa planta, que tiene allí muchos años, se vuelve parte de tu familia y se mete en la
vida cotidiana de la gente, en sus sueños, y también en sus leyendas, en sus símbolos de
vida y de muerte, en sus bailes, en sus cantos, en su manera de ver al mundo y
de insertarse en él, de una manera tan estrecha que se convierte en una relación de simbiosis de la planta con un
cierto tipo de suelo, de clima, tan fuerte, en un microclima tan especial, que la tierra y la planta se hermanan y se
ponen de acuerdo para dar un producto especial. Eso fue lo que yo vi en aquel
viñedo que visité en Francia y en las plantas maestras de la Amazonía. Eso es lo que sucede con las plantaciones de
cacao de Chuao, o de la zona sur del Lago de Maracaibo o de Irapa. Por so me apena tanto encontrarme
con plantaciones azotadas por el rovbo o con centros de investigación saqueadas
por el hampa.
Pero
hay algo más, y es mi segunda
observación: la relación simbiótica, simbólica y entrañable que entretuvo un
grupo humano que llegó esclavizado, desde las costas de África o desde las
islas caribeñas, a las costas del norte
de Venezuela, y que durante siglos de sometimiento y humillación, encontró en la planta de cacao, y en su
amorosa dedicación a ella, un sentido de vida, de oficio y de arraigo, tan
fuerte que se les metió en su música, en sus cantos, en su visión de la vida y
del mundo. Comprendí, entones, que ese cacao que ellos producen con tantos
esfuerzos no es más que la síntesis de una historia de amor compartida entre un
producto, una tierra y una gente. Que el cacao que producimos, y que continua
siendo un símbolo de excelencia, nos puede representar con honor entre los grandes chocolateros del mundo,
especialmente en estos tiempos difíciles que vivimos y que puede ser uno de
nuestros productos bandera en el proceso de reconstrucción nacional que se
aproxima. Justo ahora, cuando el cacao se está convirtiendo en una nueva
esperanza y en una nueva pasión entre las manos creadoras de los artesanos
chocolateros de Venezuela.
Rafael Cartay.