Una Pequeña Historia de los Mataderos Públicos

Mataderos

Michel Foucault,  en una obra de 1967: Dits et écrits, empleó el término de heterotopía para designar los “espacios otros”, aquellos espacios que muestran una cara real y  descarnada donde la vida transcurre. Lugares opuestos o alejados de las lugares utópicos, imaginarios y soñados. En los márgenes de la ciudad se levantan esos lugares llenando zonas vacías que no deben verse tal como son. Con el desarrollo urbanístico esos lugares feos, sucios, sórdidos, desordenados o abandonados, van mejorando su cara, “embelleciéndolos” un poco para que pierdan su imagen ligada a la suciedad o a la miseria. Allí están los lugares ocupados por barrios miserables, los botaderos de basura, las lagunas de oxidación de las aguas negras llevadas por las cloacas, pero también, en cierta manera, los asilos y orfanatos pobres, las prisiones, los manicomios, las morgues y los  cementerios y…los mataderos públicos.

Ahora los mataderos públicos modernos que funcionan en las grandes ciudades son lugares que respetan las normas de higiene y aplican buenas prácticas de manufactura. La sordidez de la muerte que encerraban fue edulcorada, y los nombres y representaciones asumieron nuevos nombres, como  beneficio en vez de sacrificio, se les agregó valor con la aplicación del frío y se llamaron frigoríficos, y la tragedia de la muerte violenta, que se reflejaba en los ojos de los animales que eran sacrificados, fue suavizada, adormeciendo al animal antes de la muerte. El rigor mortis del cadáver que endurecía los músculos de los animales inmolados se redujo al mínimo con normas técnicas para el  tratamiento de la carne que combina reposo, respeto de la cadena de frío, maduración de la carne  y distribución casi aséptica y sujeta a inspección y normas de control alimentario. Pero solo en las grandes ciudades, en grandes espacios públicos diseñados por arquitectos cuidados del detalle y del justo tratamiento de los desechos y los flujos derivados del proceso. Ahora son lugares que pueden ser mostrados sin vergüenza a los turistas.

Pero antes no era así. El animal era sacrificado en cualquier lugar de la ciudad. Los que lo hacían era los matarifes, especializados en el arte de matar animales para ser dedicados al consumo humano. Esos matarifes provenían de los oficios más rudos imaginados:  salían de los bajos fondos, que los catapultaba como gente sin escrúpulos, maleantes, o gente desesperada sin trabajo como los inmigrantes expulsados de los campos que llegaban a las ciudades en proceso de expansión. Poco a poco se fue haciendo costumbre en un espacio definido el lugar de la muerte: el matadero. Y empezaron a establecerse de manera improvisada edificaciones para ese fin, situándolas a la orilla de un arroyo, que sirviera de canal de desague para la eliminación de los desechos y la sangre. Algunos de esos arroyos fueron llamados con el triste nombre de El Matadero. El lugar era feo, insalubre, desorganizado, y los matarifes, que administraban la muerte, y los carniceros, que vendían la mercancía, eran sujetos de apariencia sucia y desaliñada, con sus vestimentas marcadas con los rastros de sangre, a veces seca.

El gremio de los carniceros y matarifes de París, conocidos en el siglo XVI, como “les hommes de sang” (los hombres de sangre), estaba formado por maleantes, asesinos y gente de mal vivir, que eran temidos por la gente porque andaban armados, y practicaban su oficio en cualquier lugar sin atender a principios de higiene. 

Yo iba a  lugares más a o menos  como esos, varios siglos después,   cuando era niño, llevado de la mano de mi padre, muy tempranito, para comprar la carne para el consumo del día. Lo llamábamos la “pesa”. Era una edificación casi cuadrada, donde funcionaba, creo recordar, una báscula para verificar el peso de la mercancía. Yo hacía el sacrificio de levantarme tan temprano porque me gustaba acompañar a mi padre, sentirme un poco  más grande de lo que parecía, y degustar unas arepitas abombadas y  dulces, que guardaban semillitas de anís,  que freían vendedoras ambulantes a las puertas de la Pesa. Esa es mi pequeña historia, que ha venido evolucionando en mi pueblo natal muy lentamente, tan lentamente que parece que no son recuerdos, sino escenas que distan muy poco de la realidad.   

El primer matadero público moderno para sacrificar ganado fue construido en Augsburgo, en Alemania, en 1276. Se establecieron separaciones entre los actividades humanas y los desechos, se organizó el proceso de la llegada de las reses al lugar del sacrificio y  la salida de los productos (la carne, los subproductos, los desperdicios, y las pieles, que llegaron a constituir en algunas épocas un bien más preciado que la carne).

Después empezaron a construirse mataderos públicos en las principales ciudades europeas. En España se construyó el Matadero Público de Málaga, antes de 1498, fecha en que fue trasladado. En Sevilla, en 1525. Después, entre 1895-1915, fue construido otro, más moderno, a cargo del arquitecto José Sáez López. Antes de la participación de arquitectos,  los edificios estaban mal construidos y levantados en lugares  cerca del centro de la ciudad, y cercanos a los arroyos para eliminar los restos de la matanza que nadie quería. Todos los ríos que pasaban cerca de los mataderos estaban contaminados. Pero nadie lo advertía. Además bastaban unas centenas de reses sacrificadas por día para satisfacer las necesidades cárnicas de poblaciones urbanas no tan grandes, aunque en crecimiento continuo, y a veces acelerada en la medida en que el campo era abandonado y se experimentaba un tímido proceso de industrialización. El paisaje del matadero europeo estaba cambiando: los edificios empezaron a ser  diseñados y construidos por grandes arquitectos obedeciendo a criterios de funcionalidad y de higiene, y la administración pasaba a los municipios. Eran, pues, en  adelante, Mataderos Públicos Municipales. En España el primer matadero público que puede considerarse moderno fue el Zaragoza, construido en 1878 por el arquitecto Ricardo Magdalena. Después siguieron otros, siempre de la mano de arquitectos que se esmeraban por ofrecer espacios ordenados, bien distribuidos,  limpios, funcionales, que procuraban el rendimiento de las operaciones sin sacrificar la higiene en los procesos de entrada y salida de productos.

Una película del francés George Franju, Le sang de vetes (La sangre de las bestias), filmada en 1949, en el Matadero de La Villette, de París, muestra otra cara de los mataderos por dentro, presentando aspectos más amables de los matarifes en operación. Una novela del estadounidense  Upton Sinclair, The Jungle (La Jungla), de 1906, describe la organización del trabajo en  los mataderos modernos de inicios del siglo XX, como si se tratara  de líneas de montaje o ensamblaje  en serie, como las aplicadas por Henri Ford en su fábrica de automóviles en Detroit, para producir masivamente su modelo T desde 1908.    

En América Latina comenzaron a cambiar las cosas solo en algunas grandes ciudades, como Buenos Aires, en las décadas finales del siglo XIX. Entonces empezaron a organizarse mataderos públicos bajo el control del municipio en las principales ciudades de América Latina. Los grandes países productores y exportadores de carne vacuna, Argentina y Uruguay, empezaron a modernizar sus mataderos públicos a finales del siglo XIX. El matadero de Barrancas, en Buenos Aires, el primer matadero frigorífico de América del Sur, y quizás de América Latina,  fue construido en 1884. Atrás quedaban los lugares abiertos donde se mataba ganado para la venta pública, como donde se levantó, en 1902, el Parque de los Patricios, uno de los primeros parques públicos de la ciudad.  Entonces Argentina ya era una potencia exportadora de carne de res, y sus habitantes, hacia 1914, tenían un consumo per cápita de unos 56 kg/p/año, perfilándose lo que es una de las bases de su gastronomía moderna, en la que ellos se comportan como unos grandes apasionados por la carne, sus cortes y sus técnicas de asado.