Cosas que Pasan

Ocaso de la Vida

Una vez le comenté a mi padre, Manuel Cartay, ya viejo, que yo había leído en alguna parte que uno llegaba a  la vejez cuando se le empezaban a morir los amigos, especialmente los amigos que uno había creado a lo largo de la vida. Vivir mucho equivalía a contar con una gran cantidad de amigos, que ahora la muerte se encargaba de ir diezmando,  uno a uno, como si se tratara de una carrera de obstáculos en la que los corredores desconocían   la posición que ocupaban en la partida.  Mi padre, sonriendo, me dijo que eso no era del todo verdad, porque él había visto  morir a sus amigos, y también a los hijos de sus amigos, y a los nietos de sus amigos. Lo hablábamos, porque él estaba muy entristecido por la muerte de un nietecito de uno de sus amigos,  que había fallecido hacía ya varios años.  Recuerdo todas esas cosas relacionadas con la muerte en medio de una pandemia que acecha a sus víctimas como si se tratara un gran guerra. Uno está en el campo de batalla, ignorando la trayectoria del proyectil que acabara con su vida. En medio de una total incertidumbre, posiblemente el próximo muerto quizás sea uno mismo. De allí que uno deba vivir como si éste fuera el último día que pasará  en esta vida. Vivirlo con los ojos abiertos, tratando de sacar el mejor y mayor provecho de cada hora. Vuelvo otra vez a recordar a mi padre.  Había venido a visitarlo desde otra ciudad, y conversaba con él, él yaciente en una cama de hospital, en una situación tan comprometida que se traduce, en lenguaje médico, con una frase rotunda: “Con pronóstico reservado”. Yo conocía al médico tratante, y al saludarme, antes de ingresar a la sala donde estaba mi padre,  me preguntó cuándo había llegado. Le respondí que en la mañana, pero que pensaba regresar al otro día, y él me dijo, tomándome del brazo, te recomiendo quedarte unos días más, pues Manuel morirá pronto. Ya en la habitación con mi padre, llegó un amigo, mucho menor que él,  a visitarlo. Ese amigo había sido muy cercano a mi familia. Y teníamos mucho tiempo sin vernos. Luciano, así se llamaba, era una persona intermediaria en edad entre mi papá y yo.  Comenzó a narrar mis “maldades” de niño, y mi padre reía. Y así estuvimos un buen rato, riéndonos,  hasta que el médico, amigo común de los tres, nos pidió a los visitantes que nos retiráramos porque las enfermeras debían atender a mi padre,  y éste descansar después.  Ya en la calle, Luciano me dijo que había visto a mi padre muy deteriorado, y que posiblemente moriría pronto, según le había comentado el médico. Nos despedimos. Al poco tiempo moría mi padre. Yo viajé para asistir a  su velorio, yéndome directamente a la funeraria que quedaba a unas tres cuadras de mi casa paterna.  Al llegar había mucha gente, a la que poco conocía. Entré a una sala funeraria y muchos me abrazaron. Fanny, la esposa de Luciano, me abrazó llorando. Y me dijo qué misterio el de la vida. La semana pasada llegó Luciano a la casa, contándome que había visto a Manuel muy decaído, y que se alegraba de haberte visto. Y me dijo que a Manuel lo velaban en la sala de al lado, aclarándome que en ésta velaban a Luciano, pues murieron el mismo día. Digo estas cosas que pasan porque tengo varios días, casi seguidos,  recibiendo noticias de amigos míos que han muerto. Me acaban de avisar, estoy en Ecuador,  que Juan Ochoa López, un joven y laureado novelista peruano había muerto en Lima  hacía apenas unas horas, contagiado de coronavirus. En esa carrera de obstáculos que es la vida, uno contrae enfermedades  respiratorias, o aumenta  de peso o le da diabetes o una afección cardíaca, y pasa por allí la muerte, disfrazada de virus, llevándose a todos los que estaban luchando por vencer, en condiciones de normalidad, la dolencia primera. Y la muerte aprovecha, de pasada, de cargar con uno, que tiene un organismo  débil y un  sistema inmunológico disminuido. Me apresuro a escribir esto para evitar un encuentro desagradable por sorpresa. Es mejor estar prevenido ante cualquier eventualidad. Incluida la muerte.