Mucha gente confunde los términos de hambre y hambruna, a pesar de que son conceptos muy distintos. Ambos vienen, sin embargo, de la misma fuente, pero se fueron diferenciando en el curso del tiempo. Algunos idiomas mantienen esa diferencia, otros la ignoran, impidiendo entender los contextos éticos en los que se mueven. Ambos términos, hambre y hambruna, vienen del latín vulgar famen, que dio después la voz fames. En español se distingue entre hambre y hambruna. Igualmente esa diferenciación se observa en el francés (faim, famine), en el italiano (fame, carestia), en el inglés (hunger, famine), pero no en el portugués (fome) y en el alemán (Hunger).
La diferencia entre hambre y hambruna también se observa en el conocimiento académico: entre doxa, el conocimiento común, y episteme, el conocimiento académico. El hambre señala la necesidad o ganas de comer, el aumento del apetito y el ansia de comer. Y corresponde a una sensación fisiológica, pasajera, que produce incomodidad a quien la tiene, pero que termina cuando ingerimos alimentos en un plazo razonable. La señal del hambre viene de estímulos realizados en el cerebro por la acción de ciertos órganos, principalmente el hipotálamo lateral, el centro del hambre, que produce sensaciones vagales que nos obligan a comer. Entonces, al hacerlo en cantidad suficiente, sentimos la saciedad, una sensación contraria producida por el hipotálamo ventromedial, el centro de la saciedad.
La
hambruna es otra cosa. Es una sensación permanente de ausencia prolongada de
alimentos en el tiempo, que produce una condición de precariedad fisiológica en
un colectivo humano, y no pasajera y en
un individuo como el hambre. Sus efectos son severos y perversos, poniendo en
peligro la supervivencia de los miembros
de un colectivo, región o nación, conduciéndolos a la desnutrición crónica, y a
los más vulnerables a la muerte. Los grupos de población que experimentan la hambruna, en particular
sus elementos más vulnerables, que son los menores de cinco años de edad, los
enfermos y los ancianos pobres, van agotando progresivamente sus
reservas de proteína y de energía hasta entrar en un proceso de
autocanibalización que los lleva a una desgarradora muerte. Reducidos a
pellejos, huesos, pómulos descarnados,
ojos saltones y caras desfallecidas y apagadas. Ese proceso de deterioro es
especialmente dramático en los primeros treinta y seis meses de vida, en “los
mil años más críticos de la vida”, en lo que, en condiciones normales, el
individuo quintuplica su peso, duplica su talla y aumento en tres veces y medio
la capacidad de su cerebro. Una carencia prolongada durante ese período repercutirá drásticamente, cuando crezca, en su productividad laboral, en su desempeño
social y afectiva, en su capacidad funcional y en su desempeño cognitivo.
Uno leía sobre las hambrunas del pasado que eran como heraldos de la muerte en los tiempos oscuros de la Edad Media, que aparecían en los textos sombríos de losnovelistas europeos, y quedaba impresionado por tanta miseria. Hubo un tiempo, también, en que a uno lo conmovían hasta las lágrimas las escenas desgarradoras de las poblaciones migrantes de la zona subsahariana del continente africano, azotados por los malos gobiernos, la corrupción y los conflictos bélicos étnicos, muriéndose de hambre en los caminos. Pero eso, por doloroso que fuera, ocurría en otro tiempo y en otro espacio.
Las
hambrunas en la historia hasta el siglo XIX eran consecuencia casi exclusivamente de grandes desastres naturales: de las severas y prolongadas inundaciones y sequías,
de los sismos, de los tsunamis, las extendidas plagas y las grandes epidemias, como la peste o el cólera.
Ahora, las grandes hambrunas del
siglo XX e inicios del XXI, responden,
aparte de aquellas causas, a factores socio-políticos, la incompetencia de los
gobiernos, mayormente socialistas, la corrupción política y la existencia de conflictos armados
regionales. Factores que han llevado, en un escenario mundial donde la oferta alimentaria supera a
la demanda de alimentos, a graves desabastecimientos de alimentos y a aumentos
desmedidos de los precios agrícolas que han reducido la capacidad de la mayoría
de la población para procurarse
alimentos, agua, medicamentos y asistencia hospitalaria, educación,
energía eléctrica y transporte
privándolos de servicios esenciales para una vida digna. Entre esos
episodios de hambrunas producidas “artificialmente” destacan la hambruna roja o
Holodomor, de ucrania en 11932-35 propiciada por Stalin para imponer la colectivización de la agricultura
soviética, especialmente en una región rica como Ucrania, lo que ocasionó entre
3 a 5 millones de muertos, nunca se sabrá la verdad, y la hambruna provocada
por el Gran Salto Adelante, en la época
de Mao, que ocasionó más de 30 millones
de muertos entre 1958 y 1961.
Hasta que nos tocó a los venezolanos y nos sumergimos en una miseria en la que nadie creía, y en un desgobierno corrupto y en una pérdida de soberanía naional que ni los más pesimistas imaginaban. Y la desesperanza vino a tocar nuestra puerta, a nosotros, al país enriquecido por el petróleo, y supimos que la irresponsabilidad cobraba su deuda, con muchos intereses, a los que habíamos vivido alegremente una ficción nacional. Y se impuso cruelmente la realidad, que arrojó a la pobreza a mucha gente, destruyó la clase media, destruyó la base productiva del país se , lanzó a más de cuatro millones de compatriotas fuera del país a enfrentarse, la inmensa mayoría, a enormes dificultades para reproducir su vida en lugares en los que su presencia no es bienvenida y en lo que se percibe es una clara incitación al rechazo y a la lástima. Y asistimos, también, en la ciudades de nuestro país, a las tristes escenas de ver a familias enteras buscando alimentos en los montones de basura para no morirse de hambre. Entramos también nosotros en las estadísticas del horror y en la cifras de la miseria, de donde no se saldrá sino con un propósito común, el trabajo continuo y con la recuperación de los valores familiares y los derechos y deberes ciudadanos.
La
FAO señala en un informe sobre el estado de la seguridad alimentaria en 2019
que había en el mundo unos 820 millones de personas subalimentadas y con
extrema pobreza en el mundo, en especial en los países de África
subsahariana del Asia occidental. La
novedad en que ahora los venezolanos formamos parte de esas tristes cifras, contribuyendo con unas 6,8 millones
de personas desnutridas, mayormente menores de edad.