He
estado conversando varias veces sobre las ostras perlíferas con un amigo
especialista, César Lodeiros, investigador de la Universidad de Oriente que,
como yo, debió abandonar el país para continuar con su trabajo académico. Ambos
trabajamos en la Universidad Técnica de Manabí, en Portoviejo, en la región de
la costa ecuatoriana. César lo hace en
el núcleo de Bahía, en la costa Pacífica,
y yo en la sede central de Portoviejo, en el interior de la provincia.
Mi aproximación a las ostras es como consumidor, lo que ocurrió con frecuencia durante mi permanencia en la Isla de
Margarita, donde residí durante un año. Cada vez que iba a la playa, terminaba
consumiendo, como muchos otros, una docena de ostras en cada sentada, aderezada
con jugo de limón. Acá, en el Ecuador, mi aproximación a las ostras es
distinta, alentado por Lodeiros, un
biólogo de gran trayectoria académica, tanto en Venezuela como en el Ecuador.
La ostra perlífera más conocida en esta parte del litoral del Pacífico es
la especie Pteria sterna. Un
molusco bivalvo que habita en la zona de la costa y de los manglares,
adherida mediante un biso a sustratos
duros, que pueden ser rocas, corales o estructuras metálicas sumergidas, o a
arena gruesa. Es una ostra perlífera propia del océano Pacífico, distribuida
desde el golfo de Baja California, en México, hasta el litoral del norte
peruano, en Tumbes, y aún hasta Talara. Esta especie es apreciada actualmente por varias razones: por la belleza
de la perla que contiene, cuando la tiene;
por el sabor delicioso de su carne y su elevado valor nutricional, y por el nácar de que está compuesta su
concha y su perla. En mi caso, como historiador de la gastronomía, debería
interesarme principalmente por la parte comestible, que es el músculo, o talo,
una parte relativamente pequeña del cuerpo de la ostra, puesto que solo representa el 6,3 % de su peso total.
Antes, remontándonos a los siglos XV al XIX, la apreciación gastronómica no era
tomada en cuenta, sino solo su valor material y simbólico como una gema muy
valiosa, deseada por la realeza y las cortes
europeas. La posesión de algunas perlas, como La Peregrina, de 31
quilates, extraída del golfo de Nicoya, en América Central, se convirtió casi
en una leyenda, y era disputada por las reinas y las damas de la corte.
Para
entender la importancia de la perla como una creación maravillosa, hay que
tener en cuenta la manera en que nace. La ostra se alimenta de las partículas
que están en el agua del mar. Para hacerlo, filtra el agua de mar. A veces
un cuerpo extraño, que puede ser desde
un minúsculo parásito hasta un grano de arena, pasa la barrera del filtrado y
se queda en el interior de la ostra y la irrita. Para calmar la irritación la
ostra segrega una sustancia calcárea, carbonato de calcio (CaCO3), principalmente aragonita o una mezcla
de aragonita y calcita), que va envolviendo lentamente, durante varios años, en
capas concéntricas, al intruso, formando la perla, que es básicamente
nácar. El nácar no está allí de manera
casual: es la sustancia, compuesta de CaCO3 y de una proteína llamada
conchiolina, que recubre las paredes interiores de las valvas, lisas y
brillantes, que componen la ostra,
dotándola de una particular belleza, y cuya máxima expresión es la perla,
valorada por su tamaño, su brillo, su forma y su oriente, que es la manera cómo
se disponen sus capas.
La
ostra perla nuestra no es, sin embargo, la Pteria sterna, que crece en
el Pacífico, sino la Pinctada imbricata, que reside en los bancos
perlíferos del océano Atlántico. Al inicio de la conquista y colonización del
Nuevo Mundo, los españoles se apoderaron de las riquezas perlíferas, obligando
a los indígenas a bucear, a riesgo de su vida, para conseguir en cada inmersión
unas tres o cuatro perlas, que se entregaban al mayordomo o encargado de la
operación. Colón, en su tercer viaje, consiguió algunas perlas por trueque en las
costas de Cumaná, frente a las islas de Margarita, Cubagua y Coche, cuyas
costas fueron conocidas con el nombre de la Costa de las Perlas. Las perlas
representaron el principal rubro de extracción y de exportación de las islas de
Venezuela y de Colombia. Todo comenzó, al menos en nuestra historia, en la isla de Cubagua, donde se produjo el
apogeo del negocio entre 1500 y 1535. La Corona española permitía la
explotación de perlas a los que obtuvieran una licencia real, debiendo pagar el
quinto real, es decir, una quinta parte
de las perlas obtenidas. Por ese solo concepto el rey de España obtuvo, de las
perlerías venezolanas, la fabulosa suma de 100.000 ducados. A partir de 1538,
tras una intensa sobreexplotación, los bancos naturales de ostras perlíferas se
agotaron en la isla de Cubagua. Y el negocio se trasladó a la cercana Isla de
Margarita, y luego, una vez agotados las existencias, se pasó a la zona de
Ríohacha. Allí se organizó el negocio privado, y todos los dignatarios, el
gobernador y hasta el Obispo de Santa Marta,
comerciaban, contrabandeaban y evadían el pago del quinto real. Así se
continuó hasta el siglo XVIII. Después la explotación, en la medida en que los
bancos perlíferos se iban agotando, se fue mudando hasta terminar en el golfo
de Panamá y Nicoya. Era un negocio de
gran prosperidad para los comerciantes, los exportadores y hasta para el tesoro
real, pero muy malo para los jóvenes
indígenas, obligados a sumergirse en aguas marinas profundas, casi desnudos,
con dos piedras atadas a la espalda para poder sumergirse, arriesgando su vida
por los ataques de tiburones y otros grandes peces, y luego, después de un
tiempo de ejercer el oficio, sufrían ceguera, sordera o de visión o padecían el
síndrome de descompresión. A disminuir el rendimiento de la mano de obra
indígena, se recurrió a los negros esclavos, en condiciones de una mayor
explotación. Bucear para buscar perlas en las profundidades del mar era un
oficio agotador y de gran riesgo. Se hacía sin protección alguna, hasta que se
introdujo la escafandra, en Venezuela y en Panamá, entre 1870 y 1895, según
cuenta un documentado y ameno libro que escribieron los mexicanos Cariño y
Monteforte.
Había
grandes centros de comercio de perlas en el siglo XIX, como Bombay y París. Ese
negocio tan selecto y rentable, fundado
sobre la explotación de humildes buzos y de la sobreexplotación de los bancos
perlíferos naturales, comenzó a cambiar de signo cuando los japoneses lograron
producir perlas cultivadas, semejantes a las naturales, a mediados del siglo XX,
y Japón, valido del secreto del injerto para la estimulación externa en la
formación de la perla, se convirtió en
el centro de la actividad. En 1895 la perla cultivada era el principal producto marino de exportación
japonés, con un valor superior a los 300 millones de dólares anuales. Y cesó,
en cierta manera, la presión sobre los ostrales mejorando su recuperación
natural y su sustentabilidad.
Pero sigamos comiendo ostras como lo que somos, simple consumidores, interesados más que todo en sus propiedades nutricionales y en su versatilidad culinaria, que permite la preparación de numerosos platos empleando a la ostra como el ingrediente principal. No olvidemos que el valor nutricional de la ostra, en especial la que no es perlífera, es notable. Su contenido de agua es de un 86 %, y es bajo su valor calórico, de 66 a 71 Kcal. Tiene, en promedio, 10, 2 g de proteínas, 2,72 g de hidratos de carbono, 1,4 g de grasas, y es muy rica en minerales (calcio, hierro, yodo, zinc, sodio, magnesio, fósforo) y en vitaminas (provitamina A, B12, E). La ostra debe ser consumida fresca. Cuando es abierta, la parte comestible de la ostra no es muy atractiva a la vista. Lo que se llama carne, y que se come, es el cuerpo, es decir, sus órganos reproductores y digestivos, envueltos en un tejido carnoso y resbaladizo, que algunos rechazan comer por su textura viscosa, babosa. A todos nos pasa. Pero, una vez que vencemos las reservas iniciales, y nos acostumbramos a su singular apariencia y textura, terminamos convirtiéndonos en fanáticos consumidores de la ostra.