No
fue fácil decirlo para mí la primera vez, hace ya varios años: la cocina
nacional no existe, es una ficción. Había que armarse de valor para decirlo
ante una audiencia que te exigía
explicaciones detalladas acerca de esa afirmación que parecía irresponsable. Y
explicar que la cocina nacional no existe en una primera instancia, que resulta
una construcción posterior y forzada, y no es más que un concepto de “segundo
piso”, que se utiliza actualmente como
soporte de las consideraciones relacionadas con la identidad nacional. En
efecto, la identidad nacional es un sentimiento necesario para pensarnos como
una comunidad unificada, que comparte territorio, instituciones, patrimonio y valores. Ese concepto de identidad surgió
“adherido” al de nación, que , según Benedict
Anderson, es la manera de verse y
repensarse frente a los otros, desde
finales del siglo XVIII. Antes, los otros eran los bárbaros, los que no
merecían respeto y solo levantaban
sospechas.
Para
Anderson, la nación es una comunidad política imaginada, inherentemente
limitada y soberana.
Es una
comunidad porque se concibe como la expresión de un compañerismo profundo y
horizontal, a pesar de la existencia de
desigualdades sociales y económicas, que pueden llegar a ser muy
notables entre los ricos y los pobres, los jefes y los subordinados.. Esa
comunidad depende de sus similitudes y no de sus diferencias.
Es
imaginada, porque ningún individuo de esa comunidad, por pequeña que sea,
conocerá jamás a la mayoría de sus compatriotas.
Es
limitada, porque esa comunidad tiene fronteras finitas, aunque elásticas, más
allá de la cuales se encuentran” otras” comunidades y naciones.
Es
soberana, porque cada comunidad tiene la idea de autogobernarse sin
interferencia de otras comunidades que comprometan y disminuyan su propia
soberanía.
Del
concepto de nación, y de nacionalismo,
deriva otro, que es el concepto de identidad nacional, que implica la
noción de cohesión de un grupo o comunidad, que se concibe como un “nosotros”, frente a los ”otros”, de los que se
diferencia. Los que se cohesionan como “nosotros” comparten un pasado, que no
está esclerosado, si no sujeto de manera constante al cambio, aunque esto no se advierta en el corto plazo. Un pasado
que los “explica” y que se transmite
como un legado a los descendientes. Es lo que se conoce como tradición. Ese legado es un complejo y diverso sentimiento simbólico que se
manifiesta de muchas maneras. A través de
la literatura, la música, la danza, la plástica, la gastronomía.
La
nación se comporta como una construcción
cerrada y abierta a la vez,.
Cerrada, porque es “sentida” solo por los que conforman el “nosotros”, y no por
los “otros”, ajenos a esa experiencia directa. Abierta, porque a ella puede acceder
parcialmente algún “otro” a través de la
lengua y la comida. Parcialmente, porque
el “otro” que se adhiere solo podrá compartir el presente y el futuro, pero no
el pasado, porque ese es un territorio y patrimonio circunscrito al que ha
vivido de manera directa ese pasado. La comida “del pasado”, la comida
tradicional, es la expresión del nacimiento de un individuo al mundo de los sentidos
dentro de una comunidad y sujeto a sus reglas, impresión que se queda grabada
en su memoria gastronómica. A esa memoria solo puede acceder alguien que haya
nacido o haya sido criado desde su infancia en
el seno de esa comunidad, compartiendo la construcción de un complejo
sensorial, que moldea sus estructuras neurológicas y le crea una “memoria”
particular, relacionada con la apreciación gastronómica de los alimentos de la
localidad, y que es objeto de transmisión o de tradición. Es una construcción
lenta, compleja y simbólica, que vincula de manera estrecha la apreciación del
mundo y de sí mismo, y el entramado de las emociones y creencias de los
individuos, con los alimentos, las técnicas de preparación, las
maneras en la mesa y los afectos implícitos en esa transmisión, y que
prevalecieron en esa localidad durante esos “instantes” vividos. Los que compartieron
esa instancia histórica, los que formaron parte de la experiencia del “nosotros” en esa etapa, son los únicos que pueden compartir ese tipo de
“pasado” o de memoria gastronómica. Un pasado “compartido” en el que se
desarrolló la personalidad del individuo en el seno de una familia y de una
comunidad, en contacto estrecho con sus vivencias,
emociones, creencias y actitudes. De ese pasado tan singular da cuenta de
manera privilegiada la comida y la gastronomía, que es un concepto social de la
comida, que nos marca con su huella indeleble para toda la vida.
Creo
que existen, al menos, dos maneras de interpretación de la alimentación como un hecho social total,
presente desde el nacimiento hasta la muerte. Una se relaciona con los
alimentos que nos nutren y nos permiten sobrevivir como individuos, y que se
manifiesta como un impulso fisiológico y neurológico ligado a nociones como
apetito, hambre, saciedad, satisfacción y placer. Eso lo sentimos todos como individuos. La otra
manera se relaciona con un aspecto de la alimentación que está ligado a la
construcción particular y neurológico
del gusto en cada individuo. Y que se manifiesta como una suma de apreciaciones
sensoriales relacionadas con la comida, que interesa a nociones como gusto
individual, preferencia y elección alimentaria, y que está muy vinculada con la
aproximación de cada individuo al alimento,
a un “estilo de cocina”, a un saber culinario y a un agente culinario. Es una aproximación formada por una red de
afectos o desafectos, en la que juega un papel central la madre como inductora
inicial del gusto alimentario, incluso desde la placenta. Esa aproximación
forma “impresiones” duraderas en el sujeto, que se manifiestan a través de una
memoria gastronómica, experiencial, individual, intransferible, que se gesta en
el seno de una sociedad, pero que actúa como “nuestra sociedad”, o nuestra
manera particular de concebir esa sociedad.
Los
alimentos se transforman en preparaciones
culinarias en una primer instancia y en un escenario que conforma lo que
llamamos la cocina regional. Es una cocina que se realiza con ingredientes resultantes de la producción
propia, de productos mayormente frescos
producidos, en las inmediaciones, por productores locales en un paisaje que
conocemos y del cual hemos visto sus
transformaciones. En la cocina, utilizando técnicas y utensilios tradicionales,
los cocineros, más que todo cocineras, reproducen
los usos culinarios que les fueron transmitidos, inter- generacionalmente, de madre a hija, y por sistemas de educación
informal. La manera de condimentar y
combinar los alimentos, que es la base diferencial en todo estilo culinario,
aún al nivel de cada cocinera, obedece a
unas reglas que han construido una determinada “sazón”, un concepto muy
importante, que es la suma de una
apreciación sensorial que pretende ser unificadora, y que también se intenta
transmitir entre generaciones. La cocina
regional es una cocina que no pretende sorprender, sino complacer el gusto y la
memoria. Los agentes culinarios que la preparan copian, repiten e intentan
reproducir con pocas variantes las recetas de cocina empleadas por sus
antecesores. La cocina regional no niega
ni se enfrenta a esos cambios.
Simplemente los asimila y minimiza
sus alteraciones. Es la comida familiar,
la de todos los días, y también la comida selectiva de las festividades y de
las celebraciones religiosas y de la fechas patrias.
La
cocina nacional nace a expensas de las cocinas regionales. Los ingredientes con
los que se hacen sus preparaciones, tanto comidas como bebidas, se pueden
conseguir en todas las regiones del país. Son los ingredientes y las técnicas que se
repiten de una región a la otra. No como sucede con los ingredientes
particulares o endémicos de las regiones, que están ligados a un ecosistema específico, y a un paisaje que le
sirve de trasfondo para su disfrute.
Cuando
una persona reside fuera de su país natal, porque ha emigrado, voluntaria o
forzadamente, viaja, convive y envejece con la memoria de sus sabores de la que es
difícil desasirse. Esa memoria gastronómica es más perdurable que la de los
rostros, o la de las fechas, o la de los
nombres o incluso de las del habla. Esa
memoria es el referente más persistente de su identidad, que se comparte
inicialmente con otras memorias, la de los
recuerdos familiares fragmentarios,
que se van diluyendo o desdibujando con el paso del tiempo.