En
la historia venezolana ha habido varios intentos por desarrollar un proyecto
nacional. Cada vez que se ha intentado, fuerzas retrógradas lo han impedido,
anulando lo que se había avanzado en el proceso de su consolidación.
Desarrollar una nación y modernizarla no es una tarea fácil. Una nación no es
solo un territorio y una autoridad
gubernamental. Requiere mucho más que eso. Se requiere de un pueblo instruido,
capacitado y con carácter. De un sentimiento compartido de identidad nacional,
de un propósito compartido, de una dirección política clara, de un compromiso profundo y de una comprobada vocación de servicio, de un
sentido de pertenencia y de una postura ética que señale el camino y lo
mantenga, pese a las adversidades que surjan y que puedan desviar el proceso. Se necesita
una visión de largo alcance, que admita la crítica y la evalúe para corregir el
rumbo, si es necesario. Que defina con claridad
el horizonte y establezca
mecanismos eficientes de negociación ciudadana. Nuestro gran ensayista Mariano
Picón Salas decía (1939), que en Venezuela no ha habido perseverancia en el
esfuerzo constructor, y que de la voluntad organizadora y de la conciencia
nacional se pasaba con facilidad a la anarquía,
a la disgregación de las instituciones
y a la degradación de la sociedad civil. Esa ha sido nuestra historia
republicana. Se avanza y se retrocede. Al parecer, de esa manera, se van construyendo las naciones. Esfuerzos,
arraigados en valores familiares y educativos,
que hacen de la resiliencia el impulso que contrae el músculo nacional y
lo active. En especial, en estos tiempos tan sombríos en los que vivimos, y en
los que el ánimo y la esperanza decaen, alejando las salidas posibles en esta hora
menguada que transcurre. Seguimos atascados, como otras veces en nuestra
historia republicana, en el mito de
Sísifo: aquel personaje inútil de la mitología griega que empujaba una enorme
piedra hasta la cima de una elevada montaña,
para luego, casi fatalmente, verla rodar, montaña abajo, impulsada por su propio peso.
En
esos contextos de avances y retrocesos, se iban inscribiendo algunos símbolos
de lo nacional, que daban cuenta de la
necesidad del establecimiento de un proyecto nacional. Y algunos de esos
símbolos se quedaron en el imaginario venezolano como referentes de la nación en proceso de creación. Entre ellos,
el joropo como una importante referencia de
lo que sería la música nacional,
y el pabellón criollo y la hallaca como representaciones de la gastronomía nacional.
Pero
había, en la práctica, más símbolos: los héroes de la patria y el panteón
nacional, el escudo, el himno y la bandera, y las instituciones del Estado, y
los derechos y deberes civiles. Una y otra vez, todos esos símbolos patrios han
sido utilizados, aprovechados y banalizados
por los autócratas de turno en su propio provecho, y en el de sus acólitos. Mientras la nación, herida, casi agónica, resiste aún la embestida de los
dirigentes que han jugado y abusado de su destino. En ese proceso en el que se desdibuja la nación, la cultura,
y la música y la gastronomía en
particular, han sido los recordatorios de que la patria
continúa como una necesidad imperiosa de reencontrarnos y de continuar siendo
nación frente a los otros. El poder
autocrático del grupo en el poder mancilla el signo, lo vuelve inútil y solo lo
usa para reforzar su mantenimiento en el poder, convirtiendo al sentido de la
patria en insustancial, en un discurso vacío y en un pretexto para el reparto
de la riqueza nacional, mientras el concepto de patria se va desdibujando y se banaliza, tal como ha
señalado Germán Carrera Damas. En esos momentos, la cultura actúa como el hilo
de la telaraña que nos une. A pesar de que, en medio de tanta corruptela, lo
que queda es un sentimiento de fracaso y
de desesperanza, seguimos siendo Venezuela, sin desfallecer. Como dijo Simón
Rodríguez, “Alborotar a un pueblo por sorpresa, o seducirlo con promesas es
fácil; constituirlo es muy difícil. Por un motivo cualquiera se puede emprender
lo primero; en la medida que se toman
para lo segundo se descubren si en el alboroto
hubo proyecto; y el proyecto es el que honra y deshonra los
procedimientos; donde no hay proyecto no hay mérito”.
En
los dos siglos de la república ha habido
algunos intentos, largos y perdurables, para crear los fundamentos de una
nación moderna. Sobre bases falsas alejadas del trabajo productivo, y en medio
de la contienda civil. En esos intentos, logramos, sin embargo, levantar la
fachada y avanzar mucho en materia
educativa y de salud. Para luego darnos cuenta de que esas construcciones, que
parecían sólidas, eran ilusorias, levantadas sobre arena deleznable, que no
habían tocado la esencia del espíritu nacional, que es su gente y su amor por
el trabajo redentor. Como si fuera una vaguada que arrastra todo a su paso,
todo lo que de material se había
construido se va desmoronando, y lo que resta solo es lo espiritual, los lazos
de la cultura que nos unen, esa tela de araña que resiste y persevera en el
verdadero esfuerzo por construir una nación. Nos lo recuerda la cultura y sus hechos. Algunos sentimientos
identitarios populares que recordaban los repetidos esfuerzos realizados para consolidar
a la nación. Algunas de esas
manifestaciones culturales se quedaron grabadas en los ámbitos de la vida
colectiva. Una de ellas fue el joropo, el ritmo musical nacional, y la gaita,
una melodía regional que se abrió paso, con sobrados méritos, para constituirse
en un sentimiento nacional. Otra
manifestación tocó la cocina regional, convirtiéndola en una variada y singular
cocina nacional. Una cocina que se abrió
paso en el exterior con la arepa, el tequeño, el ají dulce, el queso y el ron, y que tiene en el interior del país
como sus máximos representantes al
pabellón criollo, el plato de la cotidianidad,
y a la hallaca, el plato de la festividad decembrina y religiosa. En la
práctica, el joropo y el pabellón criollo siguieron historias distintas y casi
paralelas, pero terminaron siendo como dos grandes ríos que, al final, se unen,
para tributar a un mismo fin: la persistencia de la patria grande.