Una Pequeña historia de un Sueño que Terminó siendo una Gran Impostura

 

Venezuela Siglo XIX

En los inicios de la historia republicana de Venezuela a mediados del siglo XIX,  la mención del calificativo de “venezolanos” estaba prácticamente restringida a los discursos y a los documentos oficiales. Venezuela era un país empobrecido y desarticulado física, política, social  y económicamente, y sacudido por la violencia y la guerra civil casi permanente, que se prolongó durante todo el siglo xix,  en el que  apenas  hubo unos pocos años sin conflictos bélicos, asonadas y levantamientos armados. Venezuela  era una nación de  ficción, y solo existía en el papel. Seccionada en regiones no comunicadas entre sí, la lucha por el poder regional se escenificaba entre los caudillos del lugar, que constituían sus propios “ejércitos”, formados por campesinos pobres y dependientes que, para procurar su supervivencia, ocupaban precariamente y sin ninguna garantía jurídica,  las tierras de las grandes haciendas. Esa situación creaba fuertes compromisos y lealtades,  mediadas por la ocupación de la tierra, que conformaba una red de “solidaridad” obligada  de los aparceros y peones con el caudillo, que los incorporaba a sus huestes armadas para mantener y fortalecer su poder regional.   De tal manera que, durante ese largo período, uno no se sentía  realmente venezolano, sino caraqueño, oriental, llanero, andino, zuliano, guayanés, coreano, larense. Incluso, todavía hacia 1957, cuando yo estudiaba bachillerato en Mérida, a mi no me decían Cartay si no “barinés”, o simplemente “llanero”. Esa distinción que destacaba el origen regional fue perdiendo fuerza en la medida en que el país crecía en población, se intercomunicaba y se volvía predominantemente urbano. Los historiadores ponen nombres propios a los intentos de unificar el país para crear verdaderamente una nación, y los  llaman el proyecto nacional de Páez, o de Guzmán Blanco, o de Gómez, o de Pérez Jiménez, o de los gobiernos del Pacto de Punto Fijo. Dan primacía a los factores políticos, y minimizan la importancia de los factores económicos. En realidad, en el trasfondo de cada intento  político reformador estuvo presente un rubro económico como el  factor responsable de soportar y financiar cada proyecto que, a la postre, resultaba fallido. Con los ingresos económicos  derivados de ese rubro  se fortalecían las regiones y se creaban   estructuras económicas de sostén y redes de intercambio comercial, que estimulaban el desarrollo de vías de comunicación terrestre, fluviales, marítimas o ferrocarrileras.  Así pasó con el circuito del café en la consolidación del comercio andino en el occidente del país, que se extendió hasta Santander, en Colombia, dirigido por los comerciantes alemanes desde el puerto de Maracaibo. O con el cacao y la caña de azúcar en la región oriental, promovida por los comerciantes corsos que controlaban el puerto de Carúpano y sus áreas de influencia. O con  el comercio de ganado en pie, cueros de res y plumas de garza desde los llanos occidentales que se conectaba, a través de los grandes ríos llaneros,  con el Orinoco, donde funcionaba el  puerto de Angostura, después nombrado Ciudad Bolívar, controlado por comerciantes alemanes. Ya en el siglo XX, la creciente renta petrolera permitió la “modernización” del país, su rápida urbanización y dotación de servicios públicos y de vías de comunicación. Este último  cambio, financiado por una mercancía cuyo valor se realizaba en el mercado internacional,  permitió atender a sectores más amplios de la , población y crear una extendida clase media. Al reducirse esa renta petrolera y desmantelarse por corrupción nuestra industria petrolera, administrada para el exclusivo beneficio personal de la clase política en el poder, se derrumbó,   sin pena ni gloria,  toda la estructura que hacía posible el bienestar general.  La máscara de las apariencias cayó, y descubrimos, con asombro, que la riqueza nacional era una ficción, que el país podía ser dominado por una pequeña isla caribeña,  que el futuro de un país podía ser modificado por la voluntad autoritaria de un hombre sin ética, sin luces y sin proyecto, y que  nuestro pueblo continuaba siendo  lo que había sido desde el siglo XIX: un país sin instituciones sólidas y un pueblo movilizable por dádivas  gubernamentales y discursos populistas. El pueblo constituía la  parte menospreciada del capital social de un país rico en recursos productivos. Pero cuyos dirigentes se enriquecían groseramente, manipulando a su antojo a un pueblo pobre y dependiente de las migajas del favor estadal. Su clase política demostró una gran incompetencia y un mal manejo de la riqueza general, una vocación grosera por el robo y una pésima gestión administrativa del erario público.  En medio de la tragedia nacional, y sin salir de ese dantesco laberinto de ignominia, descubrimos que continuábamos siendo un país frágil y muy vulnerable desde el punto de vista productivo. Un pobre país con pies de barro, que olvidó el  valor del trabajo productivo del siglo XIX,  y cuyo destino como nación podía ser transferido a intereses extranjeros sin consultar con nadie. Volvimos  atrás,  a la oscuridad que creíamos haber superado. Deconstruimos en apenas dos décadas toda nuestra historia republicana y los esfuerzos que se habían hecho por levantar  la dignidad nacional. Regresamos a aquella época triste y sombría de  cuando éramos un país gobernado por crueles caudillos militares y políticos ignorantes y ladrones. A aquellos momentos gloriosos en los que soñábamos con ser algún día una gran nación…