No
recuerdo muy bien si mi hija menor, Victoria, cuando estaba muy pequeñita,
decía que yo olía a viejo. Eso me pasaba
también con mis padres cuando eran ya
muy viejos, mayores de noventa años, y yo
trataba de descubrir su olores a viejos. Hace poco pregunté a unos
amigos jóvenes, tengo muchos, porque soy
profesor universitario, y siempre he vivido rodeado de gente joven y sometido a
continuos retos cada día, lo que no me deja mucho tiempo para envejecer , les
pregunté, digo, si yo les olía a viejo.
Y ellos me miraron con cara de extrañeza, como preguntándose, y a éste,
ahora, qué le pasa. He pensado un poco
sobre esos olores a viejo, como a rancio dicen. Pero no es exactamente la piel o las glándulas sudoríparas que despiden
naturalmente ese extraño olor que llaman de viejo. Los viejos perdemos los
encantos de la juventud y las preocupaciones por caerle bien al sexo opuesto, y
en cierta medida nos abandonamos, rompiendo con los impulsos que antes nos hacía perfumarnos, peinarnos y vestirnos a
la moda. Ya, cuando llegamos a viejos, no nos interesa tanto atraer a las mujeres,
porque estamos perdiendo, creo, la
capacidad para satisfacerlas “comme il faut”, aunque de ninguna manera dejamos
de admirar la belleza ni de imaginar el placer en potencia que esos cuerpos
encierran. Es como estar en un manzanal, con árboles rebosantes de fruta, sin
que podamos disfrutas de las más frescas,
rojas y apetitosas. Y sucede que muchas
veces no nos bañamos con la frecuencia
deseada, y tendemos a durar mucho tiempo vistiendo la misma ropa. Y más si
vivimos solos, sin que nadie nos estimule a hacerlo. Es normal, entonces, que
olamos a rancio, a cosa guardada. Es esa rancidez que se cuela por los poros de
la piel, ese sudor secretado por las glándulas apocrinas (localizadas en las
axilas, en los genitales, alrededor del ano y de los pezones) y las glándulas
ecrinas (en casi todo la piel). Los especialistas dicen que el sudor no tiene
naturalmente mal olor, sino que son las bacterias y los hongos que viven en la
piel las que descomponen el sudor, volviéndolo desagradable. Produciendo la
bomhidrosis, consecuencia directa de la falta de higiene de la piel o de la
ropa (¿Usted no se ha descubierto oliendo su ropa para determinar si sigue o no
usándola, antes de colocarla en el cesto de la ropa sucia?), o por el consumo
de ciertos alimentos, como el curry, la cebolla o el ajo (¿No ha oído la frase
de que el secreto para una larga vida es comer mucho ajo, pero que es un
secreto muy difícil de guardar?). O de beber alcohol (el tufo de los borrachos
es insoportable, y más cuando se ingieren licores baratos). O cuando se toman
ciertos medicamentos, como la penicilina. Esa posibilidad de mal olor es peor
cuando se produce en personas que sudan
en exceso. Pero me fui por las ramas,
olvidando el asunto que me motivó a escribir este artículo: la película
Parásitos, del surcoreano Bong Joon Ho, que ganó cuatro Oscar y el Globo de Oro,
concedido por representantes de la prensa extranjera, y la Palma de Oro de
Cannes. El film trata cuenta la historia paralela de las familias Kim, pobre, y
Park, rica, que viven en Seúl, Corea del
Sur. Los Kim (padres y dos hijos, hembra y varón adolescentes) son pobres con
tendencia al parasitismo (lo vemos desde el inicio, cuando se roban la señal de
wifi de los vecinos de arriba. Viven en un semisótano, hacinados,
observando cada día a un borracho que se
orina frente a su ventana. Se rebuscan en lo que pueden. En ese momento se
ocupan de doblar los bordes de las cajas de pizza, devengando sueldos
miserables que apenas les permiten alimentarse. Pero quieren salir de la
pobreza y sueñan. Pero sueñan con vivir como parásitos, a expensas del otro. De
los ricos, como la familia Park, que viven a todo lujo, pero siempre
dependiendo de otros (el chofer, el ama de llaves, el maestro de la hija
caprichosa y el preceptor del inquieto
hijo). Son los parásitos. Traman una inteligente red de mentiras para lograr su
propósito de iinfiltrarse en la casa del hospedero, la rica familia Park. La
película transcurre durante más de dos horas, sin que nos demos cuenta, en un
suspenso permanente que combina la
comedia negra y las escenas de horror, casi a la manera de Alfred Hitchcock,
con pedazos que nos recuerdan a Pedro
Almodóvar. Así sucede en la vida real. El desencadenante inicial de la trama,
el hilo que permitiría desenrollar esa madeja, es el olor que percibe
inocentemente el niñito Park en los
parásitos (¿Recuerdan al niñito que dijo inocentemente que el emperador estaba
desnudo?): olor a pobre, a habitante de semisótano y a rutinaria comida barata,
a comedor obligado de kimchi, hecho con rábano pasado o con col fermentada
malamente. Un olor intenso que contamina al sudor y delata a la pobreza. En toda comunidad ecológica y social aparecen
estos elementos de una estrecha relación de organismos heteroespecíficos, en la
cual el parásito, usualmente más pequeño, desarrolla una estrategia para vivir
temporal o permanentemente a expensas
del hospedero, del que se aprovecha para cumplir su metabolismo, lo que le
permite la sobrevivencia. La película me dejó pensando en los organismos parasitarios
y los organismos parasitados. Y terminé reflexionando sobre mi país,
Venezuela, en el que todos, pobres y ricos, vivimos a expensas del Estado, y
éste de la renta petrolera. Hasta que terminemos de aprender la gran lección:
que la senda del verdadero desarrollo está marcada por una educación liberadora, crítica
y creativa, sustentada en el valor del trabajo, la cooperación, la solidaridad,
y con la ética como fondo necesario, que son los
elementos que le dan un verdadero sentido a la existencia, un verdadero
propósito a la vida.