El
mes que viene cumpliré 79 años de edad, y me siento bien. Cumpliendo día a día
tres obligaciones que me impuse hace unos treinta años. Ahora dejaron de ser
obligaciones para convertirse en hábitos. La sensación de vacío en mi mente me
exige que ponga en actividad mi neo córtex o cerebro racional, y me ponga a
trabajar en el proyecto que ejecuto y que no considero “trabajo”. Buda decía
que los de los secretos de la vida era convertir tu trabajo en un diversión, y
en un disfrute. El cuerpo me pide actividad y salgo a caminar, nutriéndome de
la luz solar que me brinda vitamina D, mientras pienso y oro, siguiendo la
regla de San Benito que rige la vida de los monjes trapenses: Ora et labora.
Cuando se activa el cerebro de mi estómago pidiendo que renueve la energía
gastada, tomo un desayuno sustancioso que, para mí, es la comida que más
disfruto durante todo el día. Cambio su composición a menudo, pero siempre está
presente el huevo y el queso, acompañado de alguna fuente de carbohidratos que
se me ocurra en la noche de la víspera.
Visualizo el desayuno y desde muy temprano comienzo a degustarlo, como
un ejercicio que hago mientras lo preparo. A veces tomo café al levantarme,
pero creo no es una bebida para tomar en
solitario, sino en compañía. Conversar
tomando el cafecito en la mañana es una recompensa que la vida te da
por mantenerte activo. Son tres actividades que cumplo rigurosamente
cada día, y que espero seguir cumpliendo mientras se acerca mi cumpleaños 79. A
veces visualizo lo que sucederá si me encierro dentro de mí mismo, me detengo,
me abandono en la autocomplacencia, jubilándome de la sociedad y de la
naturaleza, y dejando de exigirme como persona. Siento que
una sombra grande y oscura, envuelta en
una larga sábana, me espera agazapada,
sentada en un taburete, esperando que yo me canse para ella levantarse lenta y
displicentemente para tomarme de la mano, camino a alguna parte que nunca
conoceré mientras viva, y de la cual yo sé con certeza que nunca regresaré.